Valentín
Martínez-Otero
Profesor-Doctor en Psicología y en Pedagogía
La única manera genuina y
fecunda de promover el desarrollo personal en la
escuela pasa por crear un ambiente de cordialidad y confianza que permita al educando
sentirse aceptado, valorado y seguro. Toda relación magisterial debe tener en cuenta este
elemental principio de comprensión, estimación y ayuda, que algunos han dado en llamar
eros pedagógico o amor educativo, tomado aquí en su mejor sentido y en el
que, por supuesto, no tienen cabida sus perversiones, (v. gr., el acoso sexual). Al abrigo
del salón de clase crece la intimidad entre adultos y adolescentes o niños sin que tenga
por qué corromperse su interacción. Lo nuclear en la relación educativa saludable es el
afecto. Sin aceptación, respeto, consideración y cuidado de las personas, la formación
queda interrumpida. Por su actualidad y potencia evocadora me permito citar la película
Los chicos del coro, dirigida por Barratier, en la que se patentiza
magistralmente que la educación pertenece al dominio del corazón. Las relaciones no son
algo superfluo que la moda pedagógica reclama como vía para edulcorar la vida escolar.
Ha de recordarse que la educación acontece gracias a las relaciones y orienta a las
personas hacia la convivencia. Este elevado fin se torna escurridizo si antes no se ha
practicado cotidianamente en las instituciones educativas. Así pues, la demanda de
relaciones rigurosamente personales en la educación no responde al capricho o a la
frivolidad, sino al hecho incontestable de que el educando necesita el encuentro
interhumano profundo y auténtico para alcanzar su plenitud. Se sabe que durante la
infancia, la privación escolar habitual de interacción personal sólida y bien trabada,
probablemente dimanada de la inadecuación discursiva docente e institucional, empuja al
niño hacia la soledad y el fracaso. Si el alumno no compensa esta insuficiencia con
atmósfera familiar comprensiva y cálida el lastre puede acompañarle toda la vida. Las
carencias relacionales continuas activan resortes defensivos que pueden oscilar entre la
inhibición y la agresividad y que suponen un estrechamiento del repertorio
comportamental. Este recorte de dilatación personal a veces se traduce en inseguridad,
retraimiento, soledad, desconfianza, hostilidad, pesimismo y amargura.
La
despersonalización escolar
Un marco educativo poco propicio para la
sintonía, la participación y el diálogo empuja fácilmente a los alumnos hacia la
despersonalización, penoso proceso teñido de sentimientos de extrañeza, agobio y
alejamiento. Los discapacitados, inmigrantes y escolares pertenecientes a minorías
étnicas son algunos de los alumnos que más escollos se topan en el que puede ser un
arduo camino por los recintos escolares. Un centro educativo desprovisto de calidez y
hospitalidad impregna negativamente a los alumnos, los desvitaliza y achica. El espacio de
encuentro y comunicación se transforma en desierto, en el que clama la voz del maestro
ante un auditorio mortecino. Si no fuese por las poderosas corrientes despersonalizadoras
que fluyen por la escuela y la sociedad hablar de educación humanista sería
un pleonasmo. Sea como fuere, la adjetivación viene a enfatizar la idea de que en la
educación verdadera hay que poner el corazón y aun el alma por delante. El lenguaje de
las relaciones pertenece en gran medida al campo de los sentimientos. La afectividad es
precisamente la que informa del vínculo educativo, pues permite perforar el caparazón de
la individualidad para conectar con el otro (alter ego). La racionalización
extrema degrada la educación y la convierte en actividad rutinaria, fría, gris,
burocrática y estéril, despojada de sentido vital y trascendente.
Alianza
pedagógica
Nada tiene de raro que la calidad de la
alianza educativa entre profesor y alumno sea un buen predictor del éxito
educativo. La educación, de hecho, es un proceso de naturaleza relacional en el que el
diálogo asume un papel fundamental tanto en la construcción de significados compartidos,
como en la aproximación y el encuentro personal. Merced a este tipo de contacto humano se
operan cambios positivos en el educando. Por eso un discurso docente unidireccional y
unidimensional, a diferencia de la genuina comunicación plena de ida y vuelta, resulta
tan pobre. La intersubjetividad en el aula es esencial. El mejor escenario para la
formación y la transformación personal es el que ofrece un centro educativo animado
(dotado de alma), impulsor de trabajo y en el que se cultivan las relaciones. La mala
educación ignora a los alumnos, les arrebata la ilusión y los enyuga. Claro que pueden
surgir problemas de comunicación, pero no por ello han de adoptarse actitudes fatalistas.
Las tensiones y conflictos no deben convertir el aula en un campo de batalla.
Las alteraciones graves del ambiente educativo requieren un abordaje de todo el claustro
con el concurso de las familias. Ante las adversidades adquiere singular relevancia la
postura comprensiva, empática y amistosa. Las dificultades en las relaciones constituyen
oportunidades para reconducir el proceso a través de la receptividad, la negociación, la
discusión guiada, la apertura a otros puntos de vista, la clarificación de
malentendidos, etc. La constatación de que en algunos alumnos el fracaso escolar es
consecuencia de deficiencias comunicativas con los profesores, invita a consignar que todo
docente debe adquirir de modo teórico-práctico durante su período de formación una competencia
social básica que le permita manejar y canalizar adecuadamente el acontecer
relacional en el aula, sobre todo en etapas críticas y en escuelas multiculturales. No se
trata, ni mucho menos, de que los profesores sean psicólogos, pero sí de que adquieran
las habilidades comunicativas necesarias para desarrollar su labor en entornos
heterogéneos y en situaciones eventualmente difíciles. La relación educativa es
compleja, fluctuante, multidimensional, multidireccional, y potencialmente muy
enriquecedora para todos los participantes. La interacción está condicionada por las
características de profesores y alumnos (creencias, sentimientos, necesidades,
circunstancias, etc.). La asimetría entre unos y otros no ha de llevar a situaciones
surrealistas, como la de aquel niño del poema aleixandrino que ve en el alto y magno
pupitre desdibujado el bulto grueso, casi de trapo, dormido y pusilánime del abolido
maestro.
El
papel del profesor
El profesor ha de tener especial cuidado
para no acomodarse en la posición de poder que le confiere su rol. Dejarse arrastrar por
sentimientos de superioridad supone desenfocar la propia imagen y consiguientemente la de
los alumnos, que definitivamente quedan instalados en posiciones inferiores. En estos
casos, es posible que salga ganando el ego docente, pero se pierde en calidad relacional y
formativa. La autoidealización responde sobre todo a la necesidad de compensar carencias
personales. La máscara de arrogancia, orgullo y dominación aleja al profesor de sus
alumnos. La inflación profesoral se acompaña de infravaloración de los escolares. Las
relaciones educativas requieren la búsqueda de una distancia interpersonal óptima, variable
según las situaciones e igualmente atenta a la necesidad de afiliación del alumno y a su
proceso de individuación. Cualquier aproximación debe realizarse con tacto. La
comunicación en el aula ha de ser instructiva y orientadora, cognitiva y emocional, es
decir, total. De este modo, la relación educativa cumple la doble exigencia de enseñar y
de dejar su huella en la personalidad del educando. No en vano, se comunica algo a
alguien. En el fluir relacional en el aula al profesor corresponde desplegar
cantidad y calidad de recursos comunicativos verbales y no verbales. Mi modelo
pentadimensional para analizar el discurso docente, tal como queda descrito en esta misma
tribuna (números 705 y 721), puede servir de referencia para la mejora de este
trascendental aspecto. La adecuación y elaboración discursivas se tornan totalmente
necesarias en las complejas situaciones educativas. La adopción de un discurso integral y
sólido, atento a las vertientes instructiva, afectiva, motivadora, social y ética, se ha
de extender, mutatis mutandis, a todo el cuerpo profesoral por sus beneficiosas
consecuencias en la educación, especialmente sentidas en el rigor del lenguaje, en la
viveza de las conversaciones, en la canalización de la afectividad, en la atracción de
los mensajes docentes, en la proyección social y, cómo no, en el compromiso moral. El
discurso facilita la regulación del aula, la presentación de nuevos contenidos, la
preparación y estructuración de las clases, etc. Queda claro que en la práctica
educativa la dimensión técnica debe conciliarse con la dimensión humana. El encuentro
educativo es ante todo acontecimiento emocional, vivificador y profundo. Aunque siempre
haya un componente de misterio o secreto en la educación el profesor está llamado a
guiar al educando merced a su particular ars educandi. La desatención de una
de sus vertientes deja la educación menguada. En la actualidad hay que tener
especialmente en cuenta el sello cultural de las comunicaciones. También el registro
discursivo específico de los jóvenes, no para sucumbir a él, sino para conocerlo y en
lo posible facilitar el tránsito a un código más elaborado y académico.
Vocación
y diálogo educativo
El vínculo profesor-alumno no puede
explicarse simple y exclusivamente como una relación laboral. El profesionalismo es
esgrimido por docentes legalistas que, en observancia de sus contratos, encorsetan
espacio-temporalmente la relación con el educando. Afortunadamente, hay normas que
regulan las condiciones de trabajo, porque si no fuese así la educación se convertiría
en terreno propicio para la germinación de abusos. La dedicación a la misión formativa
ni ha de servir de coartada para la explotación del profesor ni debe confundirse con una
mera actividad fabril y burocrática despojada de su núcleo humano. La falta de vocación
y de disposición afectiva para la relación interpersonal a veces pretenden ocultarse
bajo la capa de la rigidez horaria. Tampoco se trata en absoluto de primar la actitud
docente paternalista, sino de reconocer el valor del encuentro interpersonal en todo
proceso educativo, lo que supone adoptar una posición comprometida, democrática,
dialogante, generosa, horizontal y bipolar, muy alejada de cualquier mecanicismo. Para que
las relaciones educativas sean verdaderamente personalizadas es preciso que el profesor se
gane a todos sus alumnos, uno a uno, desde la dedicación, el conocimiento y la cercanía.
El alumno, durante largo tiempo silenciado, recupera la palabra a través del diálogo
educativo. En esta atmósfera conversacional todos los actores, por chicos que sean,
respiran aire puro, energizante y acrecentador de personalidad saludable. El príncipe de
nuestras letras, Miguel de Cervantes, muestra en El Quijote (II, 12) la potencia
educativa del diálogo, patentizada en la paulatina sapientización del leal y entrañable
escudero Sancho Panza, tal como se aprecia en esta conversación:
- Cada día, Sancho dijo don
Quijote-, te vas haciendo menos simple y más discreto.
- Sí, que algo se me ha de pegar de la
discreción de vuestra merced -respondió Sancho-; que las tierras que de suyo son
estériles y secas, estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos: quiero
decir que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la estéril
tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación, el tiempo que ha que le sirvo y
comunico; y con esto espero de dar frutos de mí que sean de bendición, tales, que no
desdigan ni deslicen de los senderos de la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el
agostado entendimiento mío.
Con la autorización de:
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