A los dos días de volver a su casa, don Quijote se levantó de la cama
para ir a ver sus libros, pero, al no encontrar el cuarto donde los
guardaba, comenzó a palpar las paredes buscando la puerta.
-Ya no hay aposento ni libros -le explicó la sobrina-, porque ha venido
un encantador cabalgando sobre un dragón y se los ha llevado por los aires.
Don Quijote se quedó desolado.
-Sin duda ha sido el mago Frestón -dijo-, que me tiene aborrecido porque
sabe que soy el caballero más valiente del mundo.
Quince días estuvo don Quijote en su casa, en los que cada vez que pasaba
ante el muro de su biblioteca, volvía a tentar las paredes y lanzaba un hondo
suspiro de tristeza. Su sobrina y la criada trataban de darle ánimos, y hacían
todo lo posible para que olvidara su loco deseo de ser caballero andante;
pero de nada sirvieron tantos esfuerzos, pues don Quijote empezó a preparar
en secreto su segunda salida. Un buen día, fue a buscar a un labrador
vecino suyo, casado y con hijos, y le preguntó si quería ser su escudero.
-¿Y qué hace un escudero? -preguntó el campesino, que se llamaba Sancho
Panza y era un hombre de poca estatura y mucha barriga, más bueno que el
pan pero muy corto de entendederas.
-No tienes más que acompañarme en mis aventuras y llevar vendas y
pomada par curarme si fuese necesario -respondió don Quijote-. Y, a cambio
de tus servicios, te nombraré gobernador de la primera ínsula que gane.
Sancho Panza no sabía lo que era una ínsula, pero la idea de ser gobernador
le gustó tanto que aceptó el oficio de escudero sin pensárselo dos veces.
Así que los dos o tres días, don Quijote y Sancho salieron en plena noche sin
despedirse de nadie y se pusieron en camino en busca de aventuras. Don
Quijote llevaba camisas limpias y algún dinero, y Sancho salió de la aldea
montado en un borrico.