-¿Que me arme? Eso déjenlo para mi señor don Quijote, que se
echa los gigantes a las barbas de seis en seis. Pero yo, ¿cómo me
voy a armar si no sé empuñar una espada?
Sin embargo, tanto le insistieron, que al final dejó que lo armasen.
Y, como aquella guerra no era más que una burla, lo que hicieron
fue ponerle un gran escudo por delante y otro por detrás y atarlos
entre sí con unos cordeles, con lo que Sancho quedó emparedado
entre dos conchas como si fuera una tortuga. Por entre los escudos
le sacaron un brazo y, poniéndole una lanza en la mano, le dijeron:
-¡Guíenos vuestra merced, y moriremos si es preciso!
Sancho intentó caminar, pero, como no podía doblar las rodillas,
cayó al suelo con un golpe tan grande que creyó que se había hecho
pedazos. Y lo peor fue que los soldados lo dejaron tirado y siguieron
corriendo de aquí para allá, de tal manera que unos tropezaban con
él y otros le caían encima, y el pobre Sancho tuvo que esconder la
cabeza en su caparazón de escudos para que no se la partiesen en
dos a fuerza de pisotones.
-¡Cierren las puertas de la muralla! -decía el capitán de los
soldados-. ¡Levanten trincheras! ¡Disparen contra el enemigo!
«¡Ay, Dios mío, sácame de aquí!», susurraba Sancho sudando de
miedo. Y ocurrió que el cielo debió de oír sus súplicas, pues, cuando
menos lo esperaba, de repente se oyó gritar:
-¡Victoria, victoria, hemos vencido! ¡Los enemigos se van!
Uno de los soldados se acercó al gobernador y le dijo que
repartiese el botín, a lo que Sancho respondió con voz doliente:
-Yo lo único que quiero es que me levanten y que me den un
trago de vino.