Recuperado al fin de sus heridas, don Quijote decidió ponerse en
camino cuanto antes, pues le parecía que aquella vida ociosa que
llevaba en palacio no era propia de un caballero andante. Como las
justas de Zaragoza se acercaban, tomó la costumbre de salir al
campo todos los días de buena mañana para ejercitarse en el galope
a lomos de Rocinante. Y sucedió que, uno de aquellos días, el caballo
arrancó a correr con muchos bríos hasta llegar al borde de una sima,
en la que estuvieron a punto de caer. Entonces don Quijote miró
hacia abajo y oyó una voz que decía:
-¡Ah los de arriba! ¿Hay algún caballero que se duela de un
gobernador sin gobierno que ha acabado enterrado en vida?
«¡Pero si es la voz de Sancho!», se dijo don Quijote, lleno de
asombro, y luego gritó:
-¿Quién está ahí abajo? ¿Quién se queja?
-¿Quién va a ser sino el desgraciado de Sancho Panza?
«¡Ay Dios!», pensó don Quijote, «que mi buen escudero está muerto
y su alma está penando aquí abajo».
-Si eres Sancho y estás en el purgatorio -dijo-, no temas, que
pagaré mil misas por tu alma con tal de ponerte en el cielo.
-Sí que soy Sancho, y vuestra merced debe de ser mi señor don
Quijote. Pero sepa que no me he muerto ni una sola vez en todos los
días de mi vida, sino que anoche caí en esta sima con mi borrico, que
no me dejará mentir.
Entonces, como si entendiera a su amo, el asno comenzó a rebuznar,
y lo hizo con tanta fuerza que retumbó toda la cueva.
-¡Yo conozco ese rebuzno como si lo hubiera parido! -exclamó don
Quijote-. Y también reconozco tu voz, Sancho mío, así que espérame,
que iré al castillo del duque y traeré a alguien que te saque de ahí abajo.
-Vaya, señor, pero vuelva pronto o me moriré de miedo.