Y así era. Pero lo peor fue que, nada más amanecer, aparecieron de
improviso más de cuarenta bandoleros vivos, que rodearon a don
Quijote y a Sancho y saquearon las alforjas del escudero. Y ya
estaban a punto de registrar al propio Sancho y de encontrarle los cien
escudos que le había dado el duque cuando de pronto se oyó decir:
-¡Dejad a ese pobre hombre!
El que hablaba era el capitán de los bandoleros, que acababa de
llegar a lomos de un poderoso caballo y armado con cuatro pistolas.
Era un hombre de unos treinta y tantos años, robusto, moreno y de
mirada seria. Y lo que más le admiró de don Quijote fueron su vieja
armadura y la honda tristeza de sus ojos.
-No estéis tan apenado, buen hombre -le dijo-, que yo no soy
ningún asesino, sino el famoso bandolero Roque Guinart, que es más
compasivo que riguroso.
-Lo que me apena -contestó don Quijote- no es haber caído en tus
manos, famosísimo Roque, sino que tus hombres me hayan sorprendido
sin armas, cuan do mi deber de caballero es vivir siempre alerta y con
el puño aferrado a la espada.Pues debéis saber que yo soy don Quijote
de la Mancha, de cuyas grandes hazañas ya se habla en todo el mundo.
Roque Guinart había oído contar que en aquellos días iba por los
caminos un hombre entrado en años que decía ser caballero andante y
se hacía llamar don Quijote, así que se alegró mucho de conocer a aquel
loco del que tanto se hablaba. Y, como las tierras de Cataluña se habían
vuelto muy peligrosas, se ofreció a acompañar a don Quijote y a Sancho
hasta Barcelona para que no les pasara nada en el camino.