-Nunca he leído de ningún escudero que fuera a lomos de un asno -dijo
don Quijote-. Pero no importa: en cuanto venza a un caballero, te regalaré
su caballo.
-Me he traído el borrico porque no estoy acostumbrado a andar mucho
-respondió Sancho-, y para mí es tan bueno como el mejor caballo del mundo,
porque más vale algo que nada y ándeme yo caliente y ríase la gente. Lo que
sí le digo es que se acuerde de su promesa de hacerme gobernador…
-No temas, Sancho, que es posible que antes de seis días te corone como rey.
-¿Rey? La verdad es que prefiero se gobernador, porque, aunque me gustaría
que mis hijos fueran infantes, me parece que mi mujer no vale para reina.
Mejor hágala condesa, y ya será mucho… Y no lo digo porque yo no quiera a
mi Teresa, que la quiero más que a las pestañas de mis ojos, pero ya se sabe
que no se hizo la miel para la boca del asno…
En estas conversaciones se les hizo de día, y a la luz de la mañana
descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en el campo de
Montiel.
-La suerte nos acompaña, amigo Sancho -dijo don Quijote-. ¿Ves aquellos
gigantes fieros de allí abajo? Pues pienso entablar batalla con ellos hasta
quitarles la vida.
-¿Qué gigantes?
-Aquellos de allí. ¿No ves lo largos que tienen los brazos?
-Eso no son gigantes -dijo Sancho-, sino molinos de viento, y lo que parecen
brazos son las aspas.