Tres días y tres noches tardaron en llegar a la ciudad, en los que don
Quijote quedó fascinado por la vida aventurera que llevaban Roque y
sus hombres. Como la justicia andaba tras ellos, dormían de pie y
con el arma cargada en la mano y cambiaban de lugar a cada instante,
de forma que amanecían aquí y comían allá, unas veces huían sin
saber de quién y otras esperaban sin saber a quién. Y, aunque Roque
vivía de robar a los viajeros, tenía buen cuidado de no ofender a la
gente de bien y obraba siempre con una nobleza que no parecía propia
de un forajido. En el fondo, tenía un natural compasivo y generoso, y
por eso él mismo se lamentaba de llevar aquella vida miserable de
crímenes y asaltos, a la que lo habían arrastrado algunos malos pasos
de juventud. Y tanto se avergonzaba de sus fechorías que alguna vez
el propio don Quijote lo vio llorar de tristeza.
Al fin, por atajos y sendas escondidas, llegaron a Barcelona, donde don
Quijote y Sancho vieron por primera vez el mar, del que admiraron su
abundancia y su enorme belleza. El verano tocaba a su fin, los días eran
claros y Barcelona se mostraba más hermosa que nunca, hospitalaria con
los forasteros y amistosa con todos. Un amigo de Roque, que se llamaba
don Antonio y era muy rico, acogió en su casa a don Quijote y a Sancho,
pues había leído el libro de Cide Hamete y quería disfrutar de las locuras
de uno y las gracias del otro. Don Antonio y sus amigos celebraron
muchas fiestas en honor de don Quijote, le llevaron a pasear por
Barcelona y hasta lo montaron en una galera para que viese la ciudad
desde el mar. Siempre que se cruzaban con él, se inclinaban en una
reverencia y le regalaban los oídos como si estuvieran delante de un
príncipe, y, aunque en verdad lo hacían en son de burla, don Quijote se
enorgullecía de verse tratar tan a lo señor y pensaba que todo aquello
era un premio por haber socorrido con sus armas a tantos necesitados.