Y así, pasito a paso, se fue acercando la desgracia. Una mañana en
que don Quijote se paseaba a orillas del mar, se le acercó un
caballero a lomos de un caballo, cubierto de una armadura y armado
con una lanza. Llevaba pintada en el escudo una luna blanca y brillante,
y al acercarse a don Quijote le dijo a gritos:
-¡Escúchame, ilustre don Quijote de la Mancha! Yo soy el Caballero de
la Blanca Luna y vengo a hacerte confesar que mi dama es mil veces
más hermosa que Dulcinea del Toboso. Si no lo confiesas, habré de
luchar contigo. Y mis condiciones son que, si te venzo, tendrás que
dejar la caballería andante y retirarte a tu casa durante todo un año; y,
si yo soy derrotado, podrás decidir sobre mi vida y quedarte con mi
caballo y mis armas.
-Su hubieras visto a Dulcinea -respondió don Quijote con mucha
calma- sabrías que no hay belleza comparable a la suya, así que acepto
vuestro desafío.
De modo que los dos caballeros se alejaron el uno del otro y luego
comenzaron a correr para embestirse con las lanzas. Y sucedió que el de
la Blanca Luna topó contra don Quijote con tanta fuerza que dio con él y
con Rocinante en el suelo.
-Señor don Quijote dijo entonces, poniéndole al vencido la espada ante
los ojos-, confesad que mi dama es más hermosa que la vuestra o tendré
que mataros aquí mismo.
A lo que respondió don Quijote con voz débil y enferma:
-Dulcinea del Toboso es la dama más hermosa del mundo y mentiría si
dijera lo contrario, así que quítame la vida como me has quitado el honor.
-Eso jamás -dijo el de la Blanca Luna-: me contento con que os retiréis
a vuestra casa y no volváis a tomar las armas al menos en un año.