—Alégrese, señor —dijo Sancho al poco rato—, que por allí abajo se ve una venta.
Alzó la vista don Quijote y contestó:
—No es una venta, Sancho, sino un castillo.
—Le digo, señor, que es una venta.
—Te repito, Sancho, que es un castillo.
Así se les fue un buen rato, uno jurando que era una venta y el otro insistiendo en que era un castillo. Cuando llegaron, el ventero les improvisó un par de camas en un antiguo pajar que dejaba ver el cielo y las estrellas, porque tenía el tejado lleno de agujeros. Don Quijote se acostó pronto, pero no llegó a cerrar los ojos, porque le dio por pensar que en aquel castillo vivía una princesa, y que la princesa se había enamorado de él.
«Seguro que esta noche vendrá a verme», se decía muy preocupado.
«Pero yo no puedo corresponder a su amor, porque debo mantenerme fiel a mi señora Dulcinea del Toboso.
El diablo, que nunca duerme, enredó las cosas de tal manera que la noche fue de lo más agitada. Resultó que al lado de don Quijote dormía un arriero bruto y malcarado que se había citado para aquella noche con una moza que trabajaba en la venta. La tal moza se llamaba Maritornes y era una mujer menuda, que tenía un ojo tuerto y el otro no muy sano, la nariz chata y una joroba en las espaldas que le hacía mirar al suelo más de lo que ella hubiera querido. Pensando que ya todo el mundo dormía, la moza entró de puntillas en el cuarto del arriero y comenzó a buscar su cama a tientas, pero de pronto don Quijote la agarró por el brazo y comenzó a decirle:
—Fermosísima señora, ya sé a lo que venís…