Tenía Maritornes el cabello más áspero que las crines de un
burro y un aliento que olía a ensalada rancia, pero a don Quijote
le pareció que su cuerpo despedía aromas de rosa y jazmín y que
su pelo era más fino que la seda.
-Sé que me amáis -le dijo-, pero no puedo corresponderos
porque mi corazón es de Dulcinea…
Cuando el arriero oyó aquellas palabras, saltó de su cama muerto
de celos, corrió hacia don Quijote y le soltó tal puñetazo en la
mandíbula que le dejó toda la boca bañada en sangre. Y no contento
con aquello, se subió a las costillas del hidalgo y empezó a pateárselas
como si fuera un caballo al trote. La cama soportó mal que bien los
tres primeros saltos, pero al cuarto no pudo aguantar más, y se vino
abajo con tal estruendo que no quedó nadie despierto en la venta.
Cuando el ventero oyó el golpe, abrió los ojos de par en par, se
levantó de su cama hecho una furia y entró en el establo gritando:
-¿Dónde está ese mal bicho de Maritornes, que seguro que este
escándalo es cosa suya?
Más asustada que una liebre, Maritornes corrió a esconderse en
la primera cama que encontró, que era la de Sancho. Y sucedió que,
justo entonces, el pobre escudero estaba soñando con un ejército de
moros y, al sentir aquel cuerpo al lado del suyo, creyó que la tropa
se le venía encima y comenzó a dar puñetazos a diestro y siniestro.
Maritornes, como es natural, respondió con sus buenas puñadas,
de manera que los dos acabaron enzarzados en la más graciosa
batalla del mundo.