Era muy de mañana, y hacía frío. Una niebla densa envolvía el paisaje de la calle; ocultaba las farolas, y se enredaba en las copas de los árboles. Dort, bien arropado, salió de casa hacia la escuela. Las personas se cruzaban por la acera como bultos sin rostro pisando hojas caídas; las fachadas de las casas se perdían a poca altura tras la espesa niebla; todo se veía, como difuminado en ceniza, sin contornos ni detalles precisos. Los colores de los semáforos y los faros encendidos de los coches parecían lejanos y en realidad estaban a pocos pasos.
Era una mañana de fantasmas. Dort pensó que el duende Huel debía andar a sus anchas. Le pareció que, hinchando sus gordinflones carrillos, soplaba a la niebla con fuerza. Por eso, tan vez, pasaba en oleadas flotando sobre una breve brisa. Así llegó a la escuela.
Cuando, a media mañana, salió al recreo, había desaparecido la niebla. Aquel día de otoño y su paisaje eran ya otros. El sol brillaba en el cielo azul; las personas eran rubias o morenas y se vestían con ropas variopintas; las escuálidas ramas de los árboles dejaban caer sus hojas amarillentas; se veían las casas con sus alturas exactas, con sus cornisas y ventanas, con las cortinas de colores tras las cristaleras y con las antenas en las terrazas. Los ojos medían con precisión las distancias a que venían los coches y percibían los matices de sus fugaces colores. Se habían disipado los fantasmas de aquella mañana.
Samuel Valero