Viendo a su dama tan maltratada, el arriero corrió a socorrerla,
y el ventero a apalearla, con lo que que empezó una pelea de todos
contra todos en la que no quedó un solo hueso sano. Y, cuando los
cuatro quedaron bien molidos y aporreados, cada cual bajó la
cabeza, volvió a su cama sin decir esta boca es mía y se durmió
como pudo con su paliza a cuestas.
-Sancho, ¿estás despierto? -comenzó entonces a decir don
Quijote.
-¿Cómo quiere que esté, si aquí no hay quien duerma?
-¡Ay, Sancho, que este castillo está encantado! ¡No te vas a creer
lo que me ha sucedido! Estaba yo conversando tan ricamente con
una princesa cuando de pronto ha aparecido un gigante y me ha
molido todos los huesos del cuerpo.
-A mí también me han aporreado -respondió Sancho.
-Entonces pídele al señor del castillo que te dé aceite, vino, sal y
romero, que voy a hacer el bálsamo de Fierabrás para que sanemos
en un periquete.
Salió Sancho de su cama gimiendo de dolor y volvió con una aceitera,
un mortero y los ingredientes del bálsamo, que don Quijote machacó
durante un buen rato mientras decía más de ochenta padrenuestros.
Acabada la mezcla, la echó en la aceitera y se tomó un buen trago,
y lo primero que sintió fue un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo
de los pies a la cabeza. Y, antes de que pudiera guiñar un ojo,
comenzó a vomitar, a sudar y a tiritar como si se hallara camino de la
muerte.
-Tápame bien -le dijo a Sancho mientras se metía en la cama.