Sancho le metió los ojos hasta la mismísima garganta, y justo entonces
el bálsamo hizo su efecto: don Quijote no logró aguantarse las ganas de
vomitar, y soltó desde el estómago una perdigonada de aceite que le dejó
a Sancho las barbas perdidas. Al ver aquello, el pobre escudero sintió tanto
asco que también él se puso a vomitar sobre su señor, con lo que quedaron
los dos como perlas.
-Dime lo que has visto, Sancho -dijo don Quijote.
-Que no le queda un solo diente.
-¿Estás seguro?
-Le digo que le han dejado las encías más lisas que la palma de la mano.
-¡Desventurado de mí! -exclamó don Quijote-. Mejor hubiera perdido un
brazo, porque un diente vale más que un diamante y una boca sin muelas
es la peor cosa del mundo.
Aquella jornada, los sorprendió la noche en lo más espeso de un bosque,
adonde habían entrado buscando agua para beber y asearse. Y ya sonaba
el rumor de una cascada cuando empezaron a oír un gran estruendo que dejó
a Sancho temblando de miedo.
-¿Qué es eso, señor? -dijo el pobre escudero con los ojos abiertos de par en
par como una liebre asustada.
Sonaban los golpes a compás, como si estuvieran martilleando en un gran
hierro, y no parecía sino que un gigante estuviese dando saltos con una
cadena a cuestas.