Lección de 25. La llave

La puerta grande de la calle  tenía una cerradura de complicado mecanismo. Su llave era grande. Tenía la empuñadura redonda, y el otro extremo del espárrago, hueco como un cañón, remataba con tres dientes curvados. El herrero que forjó cerradura y llave estaba orgulloso de su trabajo. Y la llave también estaba, por su afiligranada hechura y por la misión encomendada: ser la guardiana de la casa. Nunca otra llave pudo abrir aquella puerta.

   Unos ladrones intentaron abrirla una vez; pero, como no pudieron entrar ni robar, el ama no se enteró. La lleve sí lo supo, cuando, al ser introducida en la cerradura, pudo ver con el ojo de su cañón trozos de ganzúa rotos dentro de ella. Lo supo, pero se calló. En su orgullo, la llave se decía: «De qué sirve que yo sea buena, si el ama es una descuidada». Y pensaba escarmentarla.

   Y es que el ama decía que estaba cansada de llevar siempre encima una llave tan grande, y pedía al amo que cambiara la cerradura por otra más liviana. Entre esto y, sobre todo, porque era distraída la dejaba olvidada en cualquier parte.

   Un día fue de compras el ama, dejó la llave sobre el mostrador de la tienda y se fue sin ella. Un niño, que fue a comprar chucherías, la vio y la cogió. Por la calle el sopló en el cañón y la llave empezó a silbar. Con su silbido fue diciendo al niño lo que tenía que hacer. Se sentó en la puerta y esperó a la ama.

   Cuando ésta llegó empezó la llave a decir silbando: «el que no tiene cabeza tiene que tener pies». Así estuvo repitiendo, mientras el ama buscaba y rebuscaba por la bolsa de la compra. No encontró la llave y se fue a buscarla por las tiendas y las casas donde había estado. Nadie le daba razón de ella, y se fue en busca del herrero para que le descerrajara la puerta. Cuando vino con él, cargado de herramientas, la llave en los labios del niño seguía silbando: «el que no tiene cabeza tiene que tener pies». El herrero, al oír aquel silbido, reconoció la llave. La tomó de las manos del niño, la puso en la llavera y, sonriendo a la ama, le repitió: «la que no tiene cabeza tiene que tener pies».

  Samuel Valero

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