-Si quiere saber mi vida -le advirtió el tal Ginés a don Quijote-,
léala cuando se publique.
-¿Acaso eres escritor?
-Sí soy, y uno de los mejores del reino. He escrito las verdades de
mi vida con tanta gracia que no hay mentiras que maravillen tanto.
Don Quijote se quedó callado, pensando en todo lo que le habían
contado los galeotes, y luego se acercó al jefe de los guardias y le dijo:
-Señor comisario, libere a estos infelices, pues van a galeras contra
su voluntad.
-¿Que los libere?
-Sí, que no hay que convertir en esclavos a los hombres que Dios
hizo libres.
-¡Menuda majadería! -replicó el comisario-. ¿Cómo voy a soltar a estos
criminales? Valor, señor, póngase bien el orinal que lleva en la cabeza
y siga su camino, que no tenemos tiempo para escuchar disparates.
Al oír aquello, don Quijote enrojeció de rabia y exclamó:
-¡Maldito bellaco! ¿Cómo te atreves a insultarme?
Y al instante cargó contra el comisario y lo derribó del caballo con un
golpe de lanza.
Viendo aquello, los demás guardas empuñaron sus espadas y
arremetieron contra don Quijote; pero al advertir que los galeotes
trataban de romper sus cadenas para ponerse en fuga, no supieron
adónde acudir: si contra los prisioneros o contra el loco de la bacía.