Sancho, pensando que su deber era acabar lo que había empezado su amo,
ayudó a liberarse a Ginés de Pasamonte, quien luego rompió las cadenas de
sus compañeros, cogió la escopeta del comisario y amenazó a los guardas
diciéndoles:
-¡Marchaos ahora mismo o no lo contaréis!
Temiendo por su vida, los guardas echaron a correr por mitad del campo
hasta perderse de vista, y entonces los galeotes denudaron al comisario para
quedarse con sus ropas. Sancho lo miraba todo con tristeza, diciéndose a sí
mismo: «Ahora los guardas avisarán a la Santa Hermandad y mi señor y yo
acabaremos en la horca por haber soltado a estos criminales». Don quijote,
en cambio, estaba de lo más satisfecho.
-Para agradecerme la libertad que os he dado -les dijo a los galeotes-, quiero
que vayáis al Toboso y le contéis a mi señora Dulcinea lo que don Quijote ha
hecho por vosotros.
-Eso no puede ser -contestó Ginés de Pasamonte-, porque si fuéramos todos
juntos, la Santa Hermandad no tardaría en encontrarnos. Si queréis, podemos
rezarle a vuestra señora un par de oraciones, pero lo de pedirnos que vayamos
al Toboso es pedirnos que vayamos al Toboso es pedirle peras al olmo.
-¡Hijo de la gran puta! -bramó don Quijote-, ¿así me agradeces lo que he
hecho por ti?