Lección de 3. Le llamó a su caballo Rocinante

El día en que don Quijote salió de su aldea, el sol calentaba con tanta fuerza
que faltó muy poco para que al hidalgo se le derritiesen los pocos sesos que le
quedaban. Su caballo avanzaba muy despacio, porque el pobre estaba en los
huesos y tenía poco aguante, aunque a don Quijote se le antojaba la bestia más
recia y hermosa del mundo. Hacía pocos días que le había puesto el nombre de
Rocinante, que le parecía sonoro y muy apropiado para el caballo de un gran
caballero.
   Iba don Quijote imaginando batallas cuando de pronto se entristeció al pensar:
«Según la ley de caballería, sólo podré entablar combate cuando me hayan
armado caballero en una solemne ceremonia. Pero no importa», añadió: «al
primero que aparezca por el camino le pediré que me arme caballero».
   Sin embargo, en todo el día no se cruzó con nadie, y ni siquiera encontró un
lugar donde comer, así que al caer la tarde don Quijote y su caballo iban tan
cansados como muertos de hambre. Por fortuna, antes de que anocheciera,
asomó una venta junto al camino y, al verla, don Quijote empezó a decirse:
   «¡Qué castillo tan magnífico! ¡Qué torres, qué almenas, qué foso!», porque,
como estaba loco de atar, todo lo que veía le parecía igual a lo que contaban sus
libros. A la puerta de la venta vio a unas mujerzuelas y las tomó por delicadas
princesas, y al oír que un porquero llamaba a sus cerdos pensó que era un
centinela dándole la bienvenida.

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