Mientras Sancho enloquecía de felicidad, don Quijote se puso a hojear el
librillo de memoria, y, como vio que estaba lleno de poemas de amor,
decidió quedárselo, porque siempre había sido muy aficionado a los versos.
Sancho le pidió que le leyese algún poema, a lo que don Quijote respondió
recitando con mucho sentimiento un hermoso soneto sobre las crueldades
del amor. Acabado el poema, los dos andantes siguieron su camino peñas
arriba, y así fue como al poco rato llegaron a un verde prado lleno de flores
por donde corría un manso arroyuelo.
-¿Sabes qué he decidido, Sancho? -dijo entonces don Quijote-. Que voy a
quedarme unos días entre estas ásperas montañas haciendo penitencia.
Porque debes saber que todos los caballeros andantes, cuando eran
traicionados por su dama, se retiraban a la soledad del monte para llorar y
dar tumbos y rasgarse la ropa como si hubieran perdido el juicio.
-¿Queréis decir que Dulcinea se ha encariñado con otro y ya no os quiere?
-Claro que no, Sancho, pero en esto está el punto. Porque, ¿qué gracia tiene
volverse loco cuando a uno le dan motivos? El toque está en desatinar sin
razón alguna para que Dulcinea piense: «si mi don Quijote hace esto en seco,
¿qué no haría en mojado?»
-¿Y qué hago yo mientras vuestra merced llora y suspira?
-Irás al Toboso y le llevarás una carta a Dulcinea. Y yo te pagaré el favor
escribiéndole a mi sobrina para que te regale tres pollinos muy buenos que
tengo en mi establo.