En los bosques del país de las Murgañas, los pinos viejos abren las ramas de par en par, dándose la mano unos a otros, para abrazar juntos al sol. Lo buscan como a su propia vida, o es que, tal vez, la vida de los pinos sea buscar el sol.
Por eso, quizás, se quedan fijos y extasiados, al contemplar a las águilas planeando sobre ellos en círculos amplios y solemnes, como si fueran satélites de un diminuto sistema solar. Los pinos gozan con el vuelo de las águilas rondando al sol, y les gusta emularlas desde su quietud.
Por el contrario, si son las nubes las que vuelas cubriendo el sol, los altivos pinos del bosque llaman al vendaval, y, con su ayuda, mecen las copas para barrerlas y dejar el cielo limpio de sombras. Las nubes, que son mar en busca también del sol, se vengan de ellos. descargándoles trallazos de fuego. Pero el pinar siempre acaba vencedor. Todas las tormentas pasan, y los pinos allí permanecen.
En su afán de comer y beber sol, casi lo agotan. Solo sombras, como si fueran desperdicios, dejan caer al suelo. Tan apenas permiten que algún rayo de luz tamizado llegue hasta sus pies mullidos de musgo.
Y por aquí abajo, a ras del musgo con olor a retas y a heno, entre matas de tomillo y enebro, en torno a los recios troncos, nacen y crecen, larguiruchos y pálidos, los pinos jóvenes. Pinos jóvenes, con la pretensión aparentemente inútil, de alcanzar también el sol.
Cada primavera alargan, como lombrices, su frágil tallo; se ponen de puntillas, y levantan el cuello queriéndose asomar al alto balcón de la luz. Primavera tras primavera, gastan toda su energía en crecer, en estirarse, en subir. Y para conseguirlo más deprisa, se despojan de la impedimenta de las ramas secas que se les van quedando atrás. Tienen ya cuatro metros de tallo flaco y limpio, como cañas, pero no consiguen remontar las sombras de sus mayores.
Siempre se quedan por debajo, con un verdor pálido en su ralo penacho. Ni les nacen piñas, ni las ardillas les hacen cosquillas.
Sienten envidia, al ver desde las sombras, cómo las hojas aciculares de las viejas copas, en su altura, se intercambian brillos de un verdor radiante, cuando se bañan de luz.
¡Pobre pinos jóvenes, condenados a las sombras, cuando lo suyo es besar también el sol!
Hasta que un día, aparecieron dos murgaños. Los recios y altos pinos los vieron. Los jóvenes observaron que uno de los murgaños miraba de alto en bajo a los pinos que tenían el tronco más robusto; los abrazaban con el fortículo, un aparato compuesto de tres reglas; sacaba un cuaderno, y anotaba algo. Luego cantaba un número al otro murgaño.
Y éste, blandiendo una hacha de brillante boca ancha, asestaba un golpe horizontal al pie del pino. Seguidamente, otro hachazo de arriba a abajo hacía saltar una astilla, y aparecía la madera blanca. Dejaba recostada la terrible herramienta, y con un pincel, que mojaba en una lata, pintaba con color rojo el número 1 en la carne del pino. Así, el 2, el 3, hasta el 215.
Los viejos pinos solo notaron que un chasponazo les quitó un trozo de la corteza de sus pies. Los jóvenes, en cambio, se pusieron a temblar. Un hachazo de aquel murgaño hubiera sido suficiente para abatirlos. Pero cuando vieron que toda aquella dolorosa operación no iba con ellos, s e les ocurrió pensar que parecía absurdo herir a los pinos viejos, solo para pintarlos luego de minio.
Lo comprendieron todo, cuando días después llegaron otros murgaños, y llenaron el pinar con ruido de motosierros. Produjeron tanto estruendo que todas las ardillas y un jabalí salieron huyendo.
A ras de suelo, hendían la cadena segadora en corte horizontal hasta la mitad del tronco de los pinos pintados, y luego, de arriba a abajo, hacían otro corte en oblicuo. Saltaba un taco de madera fresca en forma de cuña. Por último, para completar el anterior corte horizontal, volvían a meter la sierra por la parta opuesta, y el recio pino, inclinándose lentamente, caía al suelo con grandes quejidos de todas sus ramas.
De su altiva grandeza, no quedaba más que un ridículo tocón llorando resina. Así, uno tras otro, los 215 pinos pintados.
Los pinos jóvenes se dolían al ver abatidos a sus mayores, pues habían sido sus guías. Pero pronto se consolaron, al darse cuenta de que habían desaparecido las sombras. Ahora, por fin, eran ellos los que se empapaban del sol y lo miraban cara a cara.
En su lenta agonía, los pinos caídos aún pudieron decir a los jóvenes:
– Ahora sois vosotros la generación nueva que tiene que procurar la gallardía de los que nazcan a vuestros pies. Las privaciones a las que os hemos sometido son la causa de vuestra presente esbeltez. ¡Buscad el sol ansiosamente y haréis grandes a los que vienen detrás!
Samuel Valero