Las letras vocales saben que, si no están ellas presentes, es imposible leer lo que se escribe. Y las cinco hablaron entre sí en el país de las Murgas; se pusieron de acuerdo, y, para vengarse del poco interés que ponía al escribir el murgañito Edu, empezaron a hacerle travesuras.
Esa letra pequeña y delgada, la «i», se puso a saltar hasta que se quitó el punto, y, como si fuera un mago, se desdoblaba en dos, formando una «u». El murgañito quería escribir «vivir», que todos sabemos lo que significa, y la salió «vuvur», que nadie sabe lo que quiere decir.
– Edu, que estaba haciendo sus deberes tumbado en el suelo, empezó a rascarse la cabeza.
La letra «o», como si fuera un aro, se le escapaba rodando sobre el papel e iba a esconderse por detrás del cuaderno. Edu alargaba la mano para cogerla, pero se le escapaba entre los dedos. Apretando los dientes, le tiró el estuche, y la «o» desapareció, corriendo por el suelo.
La palabra en la que tenía que estar la «o», se le quedó sin ella. Al escribir «color», intentó, sin poder, leer «clr».
– Edu ya estaba muy nervioso, y se movía inquieto sobre la hierba del jardín sobre la que estaba echado, a la sobra de un árbol.
La otra letra, la «a», siempre que la tenía que usar, se agarraba a la punta del lápiz con su ganchito, sin quererse soltar. Edu sacudía con rabia el lápiz para que se desenganchara; pero la «a» se pegaba tan fuerte, tan fuerte que acababa por perder el palito antes de soltarse, como cuando se arranca la pata de una mosca. Y se quedaba convertida en «o».
Cuando quiso escribir «cantar», en el papel apareció «contor».
Edu, boca abajo en el suelo, sacudía las piernas, mientras daba golpes con la punta del lápiz queriéndolo clavar en el cuaderno. Se estaba poniendo fuerioso.
Entre tanto, la letra «e», guiñándole su único ojo, se reía de él. Edu la ponía en su sitio, y ella, saltándose las consonantes, se corría a otro lugar de la palabra. Tampoco le obedecía.
Con lo que hacía la «a» y con los saltos de la «e», «amanecer» se le convirtió en «emenocor».
Y Edu, desesperado, empezó a golpearse con la cabeza en el suelo. Apretaba los dientes con rabia. Resoplaba y sudaba con coraje. Estaba a punto de llorar.
El colmo fue cuando la «u» se empeñó en dar volteretas y más volteretas sobre el papel, como si estuviera haciendo gimnasia artística, y, poniéndose boca abajo, se le convirtió en «n». Después de escribir «sueño», ha leído «senñ».
Ha tenido también que escribir «murciélago», ese bicho que vuela por las noches, y le ha salido «menrculog». ¡Un lío!
No podía más, y se puso a llorar. Consiguió escribir su página de palabras. Pero aquello no había quien lo leyese.
Las otras letras sí le hacían caso; pero las vocales, durante aquel rato, se le pusieron desobedientes y revoltosas. Edu no entendía aquello. Y, con las lágrimas en los ojos, tuvo que acudir a papá, para contarle lo que le pasaba.
– ¡Yo sé escribir, pero las vocales me desobedecen. No tengo la culpa! -se quejó Edu.
El papá del murgañito, interrumpiendo su tarea, le dijo que hacer las cosas con amor era lo más importante; y, para su caso, le aconsejó que tratara con cariño las vocales.
Y Edu, que tenía la virtud de la constancia, volvió a su cuaderno y a su lápiz. Lo intentó, como le había dicho su papá, poniendo amor en cada una de las vocales. Más que escribirlas, empezó a dibujarlas con mimo. Y ellas, sintiéndose queridas, empezaron a obedecerle. Además, agradecidas, le ayudaron para que escribiera, no solo palabras sueltas, sino que, hasta entonces, nunca había conseguido. Y Edu, feliz, volvió a su papá para enseñarle esto:
«Cuando el sol se oculta, llega la noche con su oscuridad. Es el momento de los murciélagos, de las pesadillas, del sueño y de la esperanza en un nuevo día. Vuelve el sol al amanecer, y todo empieza a vivir con luz y color. Es la hora de ver y mirar, de trabajar bien y jugar, de obedecer y ayudar, de amar».
Samuel Valero