Pero don Quijote no le hizo caso, sino que se quitó los calzones a
toda prisa y comenzó a dar volteretas desnudo de cintura para abajo,
enseñando cosas que Sancho habría preferido no ver. «¡Bien puedo
jurar que mi amo está loco!», se dijo el buen escudero, y con ese
pensamiento se puso en camino.
Aquella noche durmió Sancho al raso, y al día siguiente pasó ante la
venta donde lo habían manteado y se detuvo a la puerta diciéndose:
«¿Entro o no entro?». Estaba muerto de hambre y quería probar un
plato caliente porque llevaba muchos días comiendo fiambre, pero no
se atrevía a entrar por no revivir los malos recuerdos del manteo.
Y en esa duda estaba cuando salieron de la venta dos hombres y
dijeron a un tiempo:
-Pero ¿aquel no es Sancho Panza?
Lo habían reconocido con tanta facilidad porque aquellos dos hombres
eran el cura y el barbero de la aldea, los mismos que le habían
quemado los libros a don Quijote. Al verlos venir, Sancho estuvo a punto
de ponerse en fuga para no tener que contestar preguntas incómodas,
pero al fin decidió quedarse por no levantar sospechas.
-¿Dónde está vuestro amo, Sancho Panza? -le dijo el cura al acercarse.
-Es un secreto y no pienso decirlo.
-Entonces pensaremos que lo habéis matado -le avisó el barbero-,
pues salisteis de la aldea con él y ahora vais solo.