-Yo no soy hombre que mate a nadie -protestó Sancho-. Don Quijote
está haciendo penitencia en el monte muy a su sabor, y yo voy al
Toboso a llevarle una carta a Dulcinea, de la que mi amo está
enamorado hasta los hígados.
-Entonces dejadnos ver la carta y os creeremos.
Sancho se metió la mano en el pecho para buscar el librillo, pero
por más que se palpó no dio con él, pues don Quijote se lo había
quedado sin darse cuenta.
-¡Ay! -gritó Sancho más pálido que un muerto, y empezó a
arrancarse las barbas y a aporrearse las narices, de tan disgustado
como estaba.
-Pero ¿qué os pasa? -le preguntó maese Nicolás, muy alarmado.
-Que he perdido tres pollinos como tres castillos, porque no
encuentro las cartas de mi señor.
-Pero seguro que las recordaréis -le advirtió el cura-, así que no
tenéis más que dictármelas para que las copie.
-Sí que las recuerdo, sí. La de Dulcinea decía…
En su carta, don Quijote llamaba a Dulcinea «alta y soberana
señora», le contaba que tenía el corazón herido de amor, le juraba
que se pasaba las noches pensando en ella y se despedía diciéndole:
«Besa vuestros pies, El Caballero de la Triste Figura». Sancho se pasó
un buen rato tratando de hacer memoria de todo aquello, pero, por más
que se rascaba la cabeza y miraba unas veces al suelo y otras al cielo,
no recordaba una sola palabra. Hasta que al fin, después de haberse
roído la mitad de la yema de un dedo, dijo con satisfacción: