Lección de 37. El autobús escolar

Dort, con su cara redonda envuelta en precauciones maternales, acudió como los demás niños, a la hora de todos los días, a su cita con el autobús escolar. Aquella mañana, las nubes se habían mezclado con la noche y retardaron el amanecer. El cielo estaba negro. Todo era oscuridad, con convulsiones de relámpagos y truenos. De repente, se abrió una ducha torrencial sobre las calles, al mismo tiempo que un fuerte vendaval zarandeaba los árboles de las aceras, sacudiéndoles sus hojas otoñales.

   Los niños, atemorizados, aguardaban al autobús en los soportales, enfundados en chubasqueros de chorreante policromía con sus bolsas de libros.

   Dort, que es capaz de ver lo invisible, se acordó del duendecillo Huel que vive por las terrazas de las casas entre antenas y palomares, y que, a veces, se eleva y anda por los caminos de las nubes. Miró al cielo, negro como sus ojos, y vino a cobijarse bajo su paraguas. Nada se dijeron; pero, cuando llegó el autobús, el duende se coló con él al interior. Dort vio que, suspirando de alivio, se sentaba en el salpicadero. El granizo tamborileaba en el cristal delantero. De momento se asustó; pero, cuando vio que no pasaba nada, se puso a disfrutar de la confusión de la ciudad.

   Con Dort y el invisible Huel subieron los niños Juan, Santi y Paco.

   Las lunas del autobús se empañaban. De pronto, el ventilador se puso en marcha, y el duendecillo Huel fue lanzado contra el cristal. Rebotó en él, y salió despedido hacia atrás. Allí tropezó con Álex, Nacho y Coque, que habían subido en la parada anterior.

   Los coches apretados, lentos, casi parados, parpadeando sus intermitentes, intentaban avanzar. Los semáforos rojos eran más rojos; los verdes, más verdes, y los que pestañeaban en ámbar, que eran la mayoría, eran más ámbar. Pero aquella mañana no mandaban los semáforos; solo mandaba el agua.

   Huel, mojado y cansado, se echó en un asiento vacío, y se quedó dormido. Si no lo despierta Dort, lo hubiera chafado el gordo Pesete al sentarse. Se retiró rápido y se puso junto a su amigo Dort.

   Además de Pesete habían subido Dani, Pablo, Jaime, Nacho Di y muchos otros niños. El autobús se llenó al completo.

   Dort se dio cuenta de que el duende Huel estaba hablando con alguien. Abrió más sus grandes ojos redondos y vio que no era con los niños, sino con sus ángeles custodios.

   – Os parecéis a los niños y os llamáis como ellos; pero no sois niños sino sus ángeles -decía Huel.

   – Nosotros cuidamos de cada uno; pero ahora, el que cuida de todos es aquel -le aclaraba el propio ángel de Dort

   – ¿Cuál? -preguntó el duende.

   – El que está con el conductor; el que se llama Ramonet.

   – ¡Voy a hablar con él!

   – ¡No vayas! No te hará caso. Es muy bueno; pero tiene mucha responsabilidad. No debe distraerse. En un día como hoy, debe extremar su atención al volante, a los intermitentes, al ventilador, a la emisora, a los retrovisores y al freno; sobre todo al freno -terció enérgicamente Dort en ayuda de su ángel.

  El duende Huel le hizo caso y no se movió. Se limitaba a indicarle, de cuando en cuando, el trajín que se traían los ángeles con los niños.

   Mientras la calzada hervía con el agua y el granizo que, recalentados por los rayos estruendosos del cielo, caían a borbotones, Pesete le levantó de su asiento y anduvo pasillo adelante hasta la papelera. Su ángel, que iba junto a él, avisó al de don Blas, el profesor encargado del autobús:

   – ¡Pesete, a tu sitio!

   En la calle, las farolas alumbraban escondidas detrás de la cortina de tubos de cristal, que se descolgaba hasta el asfalto. Dentro, Santi se ponía de pie en el asiento, mientras Juan, desde el de atrás, le golpeaba con la cartera. Sus ángeles, a sus lados, miraban al profesor:

   – Santi y Juan, ¡sentaos bien!

   Fuera, el tráfico, envuelto en la magia de la lluvia torrencial, araba la calle levantando caballones de agua. En el autobús, Coque y Nacho gateaban por debajo de los asientos, disputándose un avión de papel. Con sus manos, los ángeles les protegían las cabeas, y pedían auxilio al de don Blas:

   – ¡Coque y Nacho, pero ¿qué os habéis creído?!

   Hoy, Nacho Di, tampoco iba contento al colegio. Dice que porque truena. Su ángel le recuerda que solo falta un mes y tres días para su cumpleaños, y que pronto se le caerá uno de los dientes que se le remece y el ratoncillo Pérez le dejará algo bajo la almohada. Logró que sonriera.

   De nuevo, Pesete se mueve por el pasillo. El autobús tomó una curva, y el niño cayó contra el lateral de un respaldo. Con su mano, el ángel amortiguó el golpe, mientras miraba al encargado del orden:

   – ¡Pesete, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir?

   Por el piso rodaba una canica. Alex viene detrás de ella por el pasillo, y su ángel le acompaña. El de don Blas lo ve:

   – ¡Alex, ¿cómo te lo tengo que decir?

   Después de dos horas de amorosa brega entre niños y ángeles, llegaron al colegio. Ya hacía un rato que no llovía, y tos se fueron  sus aulas en desbandada multicolor, buscando pisar los charcos.

   El duendecillo Huel se despidió de Dort y se quedó con Ramonet. Éste, acompañando al conductor, recogió una bolsa de deportes olvidada bajo un asiento, un chubasquero y un carpesano en la parrilla de equipaje. Guardan todo para devolverlo por la tarde, y se van a la ciudad, Huel se durmió. Ramonet siguió atento junto al conductor.

    Por la tarde, todos se juntaron de nuevo en el autobús. Dort se repretó para dejar sitio al duende Huel. Algunos ángeles se durmieron junto a sus niños. Habían trabajado, saltado, caído, levantado y corrido detrás de ellos, y estaban cansados.

     Ramonet recordó al conductor los objetos perdidos. Los recogieron sus dueños, y volvieron a olvidarse de otros.

     El duendecillo Huel bajó con Dort del autobús y le dijo:

     – Todos los niños tenéis ángeles que os cuidan. Contad con ellos, como ellos cuentan con los hombres. Yo he sido feliz al conocerlos.

     – Ya lo sabía -dijo seguro Dort.

     Y el duende, al despedirse del niño, añadió sonriendo con ironía:

     – Me gustan los paraguas. Gracias por llevarlo. Me voy a mi mundo de terrazas con antenas, y a los caminos de las nubes. Hasta otra ocasión.

     Dort llegó a su casa y no contó nada. Para él, todo aquello que había visto era normal.

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