-¿Si será mala la locura de don Quijote -dijo el cura- que se le ha
contagiado a Sancho en un visto y no visto!.
-Así es -respondió el barbero-, y lo peor es que…
Iba a añadir algo cuando de pronto empezó a oírse una voz dulcísima
que cantaba con honda tristeza. Llenos de curiosidad, el cura y maese
Nicolás se asomaron por entre unos arbustos, y así descubrieron que el
que cantaba era un joven labrador. Se había metido en un arroyo para
refrescarse los pies, que eran de una finura deslumbrante: más blancos
que la nieve y tan delicados como si sólo hubieran caminado sobre
alfombras de flores. Pero lo que más asombró al cura y al barbero fue
que el muchacho, creyéndose a solas, se quitó de pronto el gorro que
llevaba y dejó caer sobre sus hombros una melena larga y tan rubia
que parecía de oro puro.
-¡Pero si es una mujer! -susurró el cura.
-¡Y las más hermosa del mundo! -exclamó el barbero.
Como lo dijo más alto de lo que debía, la muchacha alcanzó a oírlo, y
se asustó tanto al notar que la espiaban que salió a toda prisa del arroyo
y echó a correr como alma que lleva el diablo.
-Deteneos, señora -dijo el cura-, que no queremos haceros daño,
sino serviros como buenos cristianos.