La luna, sobre todo la luna llena, ejercía una verdadera fascinación sobre Colás. Cuando emergía completamente redonda y pálida por detrás de las altas colinas que dominaban la ciudad, Colás sentía una llamada irresistible hacia ella.
Su obsesión era ir a cogerla, para regalarla a su sobrinillo, el hijo mayor de su hermana, que, hasta que tuvo seis años, fue su mejor amigo, con el que se entendía de igual a igual. Pero ahora el sobrinillo era un mozo de veintitantos años, que sonría con pena las manías de su tío.
Colás con Nino formaban la pareja de tontos de la ciudad. Era frecuente verlos juntos. Nadie, ni Dort ni los otros niños, rehusaba prestar atención por un momento a las palabras incoherentes de estos dos pacíficos niños de cuarenta años.
Colás no era capaz de trabajar, aunque, en verdad, tampoco rechazaba los recados sencillos que su hermana le pedía, siempre que fuese a lugares y personas ya conocidos. Nino, en cambio, sabía hacer faenas de peón, pero sin iniciativas. Se le explicaba practicando la tarea a realizar, y él la repetía mecánicamente hasta que se le decía basta.
Colás convenció a Nino y, un día, cuando la plenitud lunar apuntaba por el horizonte, se encaminaron cerro arriba, para cogerla y traerla a casa en una cesta que Nino cogió, por genial iniciativa propia. Cuando llegaron a la cumbre, la luna estaba demasiado alta. La miraron durante un rato, y regresaron a la ciudad, haciendo planes para el día siguiente. Colás, en su traza peculiar de andar, penduleaba exageradamente el brazo derecho sin coordinación con el izquierdo, y giraba la cabeza a derecha y a izquierda, mirando a todas partes para repartir sonrisas. Nino no desparramaba la vista, pero iba atento a los que se cruzaban, para sonreírles también.
Al otro día, volvieron a subir. A la cesta, Nino añadió una escalera de mano, una cuerda y un saco. De nuevo, cuando llegaron, la luna estaba ya muy alta, y, aunque treparon a la escalera, no la pudieron tocar. Habían llegado demasiado tarde, y pensaron que tenían que estar en la cumbre antes de que apareciera, para agarrarla por sorpresa.
Así lo hicieron al día siguiente. Esperaron escondidos desde media tarde a que apareciera. Y, por fin, ya de noche, la vieron asomar. Pero no salía por donde ellos pensaban, sino por detrás de la otra loma próxima que se recortaba en el horizonte lejano. Bajaron corriendo el barranco, repecharon ladera arriba, coronaron la loma, y la luna ya no estaba a su alcance.
Volvieron muy tarde a casa. Las familias estaban ya preocupadas por su demora. Ellos, felices, contaron que querían coger la luna. El sobrino de Colás les explicó que era imposible; que parecía que estaba cerca, pero siempre andaba muy alta. Además, a él no le interesaba tener la luna.
Colás y Nino no se lo creyeron: la habían visto salir de la tierra. Sólo necesitaban estar puntuales en el lugar en que apareciera.
De momento, desistieron del empeño, porque empezaba a menguar, y ellos la querían entera. Pasó la luna nueva y empezaba ya el creciente. Los dos tontos se sentían inquietos al barruntarla.
Ilusionados, contaron a los niños, a Dort y a sus amigos, que se iban a traerles la luna. Hicieron los preparativos, tomaron sus herramientas, y, a escondidas de sus familias, emprendieron la definitiva proeza. A Dort le dio pena verlos partir.
Caminaban deprisa, como si fueran a hacer algo urgente. Colás, al que no le había dado por trabajar, iba ahora cargado con la cesta, la cuerda y el saco. Nino, que, como intelectual de la expedición, había pensado en la herramientas que precisaban, cargaba con la escalera, y añadió a última hora una hoz y un martillo por si acaso.
Colás iba vestido con su habitual chaqueta grande de color marrón oscuro, de bolsillos muy abultados, en los que, además del moquero, guardaba sus juguetes. Sobre su cara enjuta, llevaba como siempre una gorra negra de visera, que sólo se quitaba para rascarse la cabeza. Nino iba bien trajeado y con boina: para eso trabajaba y ganaba dinero.
Todos los niños, menos Dort y sus amigos, los acompañaron hasta la salida de la ciudad, y empezaron a soñar en la luna.
Aquella noche no volvieron. Tampoco, al día siguiente. Las familias salieron a buscarlos durante varios días. Nadie daba razón de ellos.
Los niños, en cambio, seguían aguardando el día gozoso en que podrían tener la luna en sus manos. Nino y Colás, que eran dos niños mayores, habían prometido traerla. Con ilusión infantil, jugaban a poseerla, a rodarla y a repartírsela. En sus conversaciones ingenuas hablaban de ella, como de un paraíso feliz.
Pasaron meses, y sus familias los dieron por desaparecidos definitivamente. Hasta que les avisó la policía, para que reconocieran dos cadáveres aparecidos en una playa. Eran ellos. Habían perecido ahogados, en su loco intento de ir a coger la luna a la otra parte del mar.
Desde entonces, los niños de aquella ciudad han perdido la esperanza de poseerla. Sólo Dort y sus amigos piensan que el paraíso, aunque está más allá de la luna, lo conquistarán día a día.
Samuel Valero