-Señor mío -le dijo al ventero, que era un andaluz gordo y pacífico-, ¿podríais
hospedarme en vuestro castillo?
Cuando el ventero vio a aquel espantajo alto como un ciprés y con una
armadura tan vieja y descompuesta, estuvo a punto de echarse a reír, pero
pensó que le convenía ser prudente y respondió con toda cortesía:
-Sea muy bienvenido el caballero, que en este castillo le serviremos lo mejor
que sepamos.
Cenó don Quijote un bacalao mal remojado y peor cocido y un pan más duro
que el alma del demonio, aunque a él le pareció que estaba comiendo mejor que
un príncipe. Acabada la cena, don Quijote se arrodilló ante el ventero y le dijo:
-No me levantaré de aquí, valeroso caballero, hasta que me otorguéis un don
que quiero pediros.
El ventero no supo qué responder, y don Quijote siguió diciendo:
-Querría que me armaseis caballero para que pueda socorrer con mis armas
a los menesterosos que hay por esos mundos.
El ventero, que era un burlón, vio que podía divertirse un rato a costa a aquel
loco, así que le siguió la corriente y dijo:
-En verdad que no hay ejercicio más honroso que la caballería andante, a la
que yo mismo me dediqué en mi juventud. Fueron tantos los huérfanos a los
que maltraté y las viudas a las que pervertí que acabé pasando por casi todos
los tribunales de España. De modo que yo sabré armaros caballero mejor que
nadie en el mundo.