En el país de las Murgas, había un trocito de campo seco, muy seco, que quería ser jardín. La tierra era buena, el clima favorable y no le faltaba el sol. Podía ser jardín y quería serlo. Sólo le faltaba el agua.
No muy lejos de este pañito de tierra reseca, había un pozo; un pozo que se ahogaba de la tanta agua que tenía; pero se la guardaba para sí mismo.
– ¡Dame de tu agua! -le gritaba repetidamente el pedacito de tierra seca.
– ¡Si te la doy, me quedo sin agua y dejaré de ser pozo! -le contestaba invariablemente.
Ser pozo era su razón de ser, y guardar el agua era su orgullo.
A pesar de esta negativa, aquel trocito de tierra, apartado del pozo, seguía suspirando, roto de sed, por ser jardín.
Hasta que un día, el viento trajo una semilla de enredadera de campanillas y la depositó al pie del muro circular del brocal. Con la humedad del agua que se derramaba, cuando el dueño murgaño la sacaba con un cubo, la enredadera germinó y fue creciendo. Trepó por la pared agarrándose a las piedras, se enroscó en el armazón de hierro que aguantaba la polea, y desde allí se descolgaba para asomarse al pozo. Sus campanillas moradas miraban y remiraban a través de la boca oscura, y quería ver el fondo donde estaba el agua.
El pozo con su enorme y redondo ojo negro vio desde el fondo a la enredadera radiante de luz. Le pareció muy bella; se sintió complacido de que tanta hermosura estuviera engalanando su brocal, y le dijo:
– ¡Gracias por estar ahí, enredadera!
Un rayo de sol penetró en ese momento hasta el fondo, y las campanillas vieron relucir algo, como de plata.
– ¡Gracias a tu agua! -le respondieron las campanillas.
Y fue entonces, cuando el pozo comprendió lo que con tanta insistencia le venía pidiendo aquel trocito de tierra seca; se imaginó el bello jardín que podría nacer en ella; cayó en la cuenta de su anterior egoísmo, y gritó:
– ¡Tierra seca!
– ¿Qué quieres, pozo? -le contestó ésta.
– Quiero que sepas que ahora sí que me gustaría darte toda mi agua para que puedas ser jardín; pero yo solo no puedo. ¡No tengo brazos para sacarla! -le dijo apenado.
Jar, un murgañito amante de la tierra y del pozo, el hijo del dueño, oyó este diálogo. Le salieron dos hoyuelos en las mejillas, y con entusiasmo ofreció sus débiles manos. Con un azadón cavó primero una reguera desde el pozo al pañito de tierra. Luego, empezó a sacar cubos y cubos de agua que derramaba en la zanja abierta. El agua corría lentamente y se perdía en el camino porque la misma reguera se la bebía. Parecía trabajo inútil. Las manos se le llenaron de ampollas de tanto tirar de la soga. Los brazos se le agotaban de cansancio. Casi le aparecieron sobre las cejas unos granos malignos, como cuernos que quieren despuntar; pero, sobreponiéndose al cansancio, siguió y siguió sacando cubos.
La acequia, por fin, se hartó de agua, y la dejó pasar, corriente y clara, hasta el trozo de tierra seca que soñaba con ser jardín. El esfuerzo de Jar fue diario con sudores de verano. Y así, un día tras otro, cubo a cubo, con constancia, aquel trocito de tierra realizó su anhelo, convirtiéndose en un maravilloso jardín a la puerta de la casa del murgañito Jar. Siempre que éste lo miraba, los hoyuelos se le quedaban pegados a las mejillas.
Samuel Valero