Tras pasar la noche al raso, la princesa y su séquito se recogieron
en la venta donde habían manteado a Sancho, quien hubiera preferido
seguir adelante por no revivir aquel mal recuerdo. Don Quijote pidió
acostarse enseguida porque iba muy cansado, asía que la ventera le
preparó la cama en el mismo aposento que la otra vez, pero a condición
de que la pagase como era debido. Los demás se sentaron a comer y,
ya en la sobremesa, charlaron sobre la locura de don Quijote y sobre
los libros de caballerías. El ventero explicó que tenía dos o tres, y que
disfrutaba mucho cuando alguno de sus huéspedes los leía en voz alta
al amor de la hoguera.
-¡Santo Dios -dijo- y qué espadazos pegan esos caballeros! A veces
me dan ganas de echarme al monte y buscar algún dragón para
cortarle la cabeza.
-Pues a mí lo que más me gusta -confesó Maritornes- es cuando el
caballero abraza a su dama bajo el naranjo y empieza a susurrarle
palabras de amor…
-Esos libros están llenos de disparates -advirtió el cura-, y lo mejor
que se podría hacer con ellos es quemarlos, porque no dicen una sola
palabra que sea verdad.
-Pero, ¿qué está diciendo? -protestó el ventero- ¿Acaso es mentira
que el caballero Felixmarte de Hircania rebanó el cuello de cinco gigantes
con un solo golpe de espada y que Cironglio de Tracia ahorcó a un dragón
con sus propias manos?
-Ni esos caballeros existieron -contestó el cura-, ni jamás se ha visto
un dragón en todo el mundo. Pero, puesto que no me creéis, pedidle a
Dios que esos libros no os sequen el cerebro como a nuestro don Quijote.