Lección de 49. La Micomicona se llamaba Dorotea

   Cuando Dorotea recobró el sentido, y oyó que don Fernando
quería casarse con ella, comenzó a llorar de alegría con tanto
sentimiento que no hubo nadie en la venta que no derramase
algunas lágrimas con ella. Lloró Maritornes, lloraron el barbero
y el cura, lloró el ventero y lloró su mujer, y hasta el mismísimo
Sancho acabó bañado en llanto, aunque era el único que no lloraba
de felicidad, sino por la amargura de haber descubierto que la tal
Micomicona no era una princesa, sino una simple dama que se
llamaba Dorotea. Y, para que don Quijote lo supiese y no siguiera
haciéndose ilusiones, fue a buscarlo a su aposento y le dijo con
mucha tristeza:
   -Duerma lo que quiera, señor Triste Figura, y olvídese de
Pandafilando, porque ya todo ha terminado.
   -Así es, Sancho -respondió don Quijote-, porque le he cortado la
cabeza a ese gigante en la más fiera batalla que se ha visto nunca.
   -¡Ay, señor, no se engañe, que el gigante muerto es un cuero de
vino y su cabeza es falsa!
   -¿Qué dices, loco?
   -Digo que, si vuestra merced se levanta, verá a la tal Micomicona
convertida en una dama que se llama Dorotea.
   -Ya te he dicho mil veces, amigo Sancho, que este castillo está
encantado, por lo que no debes creer nada de lo que veas ni oigas
entre estos muros. Pero con todo, ayúdame a vestirme, que quiero
ver esa transformación que dices.

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