Mientras tanto, Dorotea le explicó a su prometido quién era
don Quijote, así que cuando el hidalgo salió de su aposento con
la lanza en la mano y la bacía en la cabeza, don Fernando ni
siquiera pestañeó, como si estuviera viendo la cosa más normal
del mundo. Don Quijote atravesó la sala en silencio, clavó los ojos
en Dorotea y le dijo en voz serena y grave:
-Ya he sabido, ¡oh fermosa señora!, que habéis dejado de ser
princesa para convertiros en una dama, pero, si lo habéis hecho
por miedo, ya podéis ser princesa otra vez, porque acabo de
matar al gigantillo que tanto os molestaba…
-Valeroso caballero -contestó Dorotea con mucha seriedad-,
es verdad que algo ha cambiado en mí, a causa de ciertos
sucesos felices que acaban de ocurrirme, pero yo sigo siendo
la princesa Micomicona y sigo necesitando vuestra ayuda, así
que espero que me acompañéis a mi reino tal y como prometisteis.
Al oír aquello, don Quijote se volvió hacia Sancho, apretó los
dientes, hinchó los carrillos, alzó la lanza y bramó lleno de ira:
-Ahora te digo, Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que
hay en España. Dime, ladrón vagabundo, ¿quién demonios te
manda engañarme? ¡Por mi vida que te voy a….!
-Sosiéguese, señor -le interrumpió don Fernando-, y disculpe a
su escudero, que sin duda se habrá dejado engañar por algún
malvado encantador.