Fue como un milagro, porque todos se detuvieron de pronto y
dejaron la paliza en el punto en que estaba. Entonces el cura se
acercó a todo correr al jefe de los cuadrilleros y le dijo al oído:
-Mire vuestra merced que de nada le servirá prender a don Quijote,
porque el juez lo soltará por loco en cuanto lo vea.
-Eso no es asunto mío -respondió el capitán-. Yo tengo orden de
prenderlo y lo voy a prender.
Pero tanto le insistió el cura y tantas locuras llegó a hacer don Quijote
en poco rato, que el capitán acabó por rendirse y dejó correr el asunto.
Mientras tanto, el barbero reanudó su pelea con Sancho, aunque al final
aceptó marcharse porque el cura le pagó al contado el precio de su bacía
y de su albarda.
-¡Entonces a mí también se me ha de pagar! -protestó el ventero-.
¿O es que mis cueros no valen tres o cuatro veces más que la albarda de
ese señor?
-Calma, señor ventero, que ahora mismo os pago -dijo el cura; y, como
cumplió su promesa, todos quedaron contentos, con lo que se confirmó
que el dinero todo lo arregla.
Aquella noche, los viajeros volvieron a dormir en la venta, pues estaban
tan molidos por los golpes que nadie tuvo ánimos de ponerse en camino.
Y, al amanecer del día siguiente, cuando don Quijote se despertó, notó que
no podía mover los pies ni las manos. «Debo de estar encantado», se dijo.