Sancho se olía la trampa de todo aquello, y lo que más le hizo
sospechar fue que, al partir de la venta, los diablos se despidieron de
don Fernando y de la princesa Micomicona como si los conocieran de
toda la vida. Pero no dijo nada, por miedo de que también a él lo
encerrasen, así que siguió al carro en que iba su señor mientras se iba
diciendo: «Lo que más me duele es volver a casa igual que salí, en vez
de verme montado en un coche y con ropas de gobernador, pero
donde las dan las toman». De modo que decidió acabar con la farsa y,
a eso del mediodía, se acercó a la jaula y le dijo a su amo:
-Señor, ¿ve a esos dos diablos de ahí? Pues son el cura y el barbero,
que quieren devolvernos a la aldea porque tienen envidia de nuestras
hazañas.
-¡Ay, Sancho amigo -respondió don Quijote-, qué poco entiendes de
caballerías! ¿No ves que me han encantado para llevarme a volandillas
(muy deprisa) al reino de Micomicón? Desengáñate, Sancho, que si
esos dos te parecen el cura y el barbero será porque tú también vas
encantado.
-No sea tan duro de cerebro, señor, que vuestra merced no va
encantado sino engañado. Y, si no, dígame si en esta jaula no le han
venido ganas de comer, de beber o de orinar como todos los días.
-Claro que sí, Sancho.
-Entonces no puede estar encantado, porque los encantados ni
comen ni beben ni hacen aguas.
-En eso tienes razón, pero hoy en día se han inventado otras maneras
de encantamiento. Yo sé que voy encantado, y eso basta a mi conciencia.