Con todo, Sancho se empeñó en liberar a su señor, y aquella misma
tarde le dijo al cura:
-Sería bueno soltar a don Quijote un rato, porque, si no, se lo hará
todo encima y dejará la jaula hecha una pocilga.
El cura, que ya no llevaba la túnica ni el antifaz porque se había
cansado de hacer de diablo, pensó que Sancho tenía razón, así que
abrió la jaula y dejó que don Quijote se retirase entre unos árboles
para descargar el vientre. Pero sucedió que justo entonces sonó en
el camino una triste trompeta, y don Quijote creyó que había llegado
la hora de una nueva aventura. Así que, sin pensárselo dos veces, se
levantó los calzones a toda prisa, saltó sobre Rocinante y galopó hacia
el camino, sin atender al cura y al barbero que le gritaban:
-Señor don Quijote, ¡vuelva aquí! ¿No ve que le están esperando en
el reino de Micomicón?
Los que pasaban por el camino no eran sino unos labradores
cubiertos con túnicas blancas, que iban en procesión y llevaban a
hombros la imagen de una Virgen. La habían sacado de la iglesia para
pedirle que hiciese llover sobre los campos, porque la sequedad de
aquel verano estaba a punto de malograr las cosechas. Pero, como Don
Quijote tenía la imaginación envenenada por los libros de caballerías,
confundió a la Virgen con una hermosa princesa a la que acababan de
raptar aquellos diablos vestidos de blanco. De manera que apuntó a los
labradores con su espada y empezó a gritar:
-¡Liberad a esa princesa, malandrines!