Uno de los que iban en la procesión, que era más atrevido que el
resto, no se dejó espantar por don Quijote, sino que sacó un bastón
y le soltó tal garrotazo en el hombro que lo dejó tumbado en el
suelo. Al ver aquello, Sancho corrió junto a su amo e intentó ponerlo
en pie. Pero, como don Quijote no se movía, pensó que estaba
muerto y comenzó a llorar a moco tendido.
-¡Válgame Dios -decía a gritos-, que han matado al más glorioso
caballero de la Mancha! ¡Oh tú que fuiste más generoso que
Alejandro Magno, que luchaste sin temor contra tantos malhechores
y que me prometiste la mejor ínsula del mundo! ¡Oh azote de los
malos, oh enamorado sin causa!, ¿cómo puede ser que de un solo
garrotazo te hayan mandado al otro mundo así como así?
Tantas fueron las voces y los gemidos de Sancho, que don Quijote
acabó por despertar, y entonces dijo:
-Ayúdame, Sancho, a ponerme sobre el carro encantado, porque
no tengo fuerzas para montar en Rocinante.
-Lo haré de muy buena gana, señor mío -respondió Sancho-, y
volvamos a la aldea, que ya tendremos tiempo de buscar nuevas
aventuras que nos den fama y reinos que gobernar.