-¡Venid aquí, bribones -decía- que voy a daros lo que os merecéis!
Pero las piedras siguieron lloviendo cada vez con más fuerza, y don Quijote
sólo salvó la cabeza gracias a que el ventero salió por una puerta gritando:
-¡Dejen de tirar piedras! ¿No ven que ese hombre no sabe lo que hace?
-¡Juro por la fermosa Dulcinea del Toboso que castigaré esta ofensa!
-clamaba don Quijote.
Cuando el ventero logró por fin apaciguar a los que tiraban las piedras, salió a
toda prisa al patio y le dijo a don Quijote:
-Ya habéis velado bastante las armas. Arrodillaos, que voy a armaros caballero.
Entonces sacó el libro en el que anotaba los gastos de sus clientes y, mientras
hacía como que leía una oración, golpeó a don Quijote con la espada en la nuca
y los hombros, tal y como se hacía en los libros de caballerías.
-Yo os nombro caballero -proclamó.
La ceremonia era un puro disparate, pero don Quijote no cabía en sí de gozo.
Abrazó al ventero con entusiasmo y le dijo:
-Abrirme las puertas del castillo, porque debo partir cuanto antes a ayudar a
las viudas y a los huérfanos.
-Primero tendréis que pagarme la cena y la paja de vuestro caballo -respondió
el ventero.
-¿Pagaros?
-¿Es que no lleváis dinero?
-Ni blanca, porque nunca he leído que los caballeros andantes lleven dinero
encima.