Sancho ya no sabía qué decir para disimular sus mentiras, pero
sucedió que justo entonces don Quijote vio un bulto grande a la luz
de la luna y creyó que había dado con el palacio, así que para allá se
fueron. Sin embargo, cuando llegaron frente al edificio descubrieron
que no era más que la iglesia del pueblo, que tenía una torre muy alta.
-Con la iglesia hemos dado, Sancho -dijo don Quijote.
-Y, si seguimos así, daremos con nuestra sepultura. ¿No sería mejor
que saliéramos del pueblo y volviésemos mañana a la luz del día? Y,
si es que vuestra merced no quiere que le vean rondando el palacio de
su dama, ya vendré yo a hablarle y a pedirle su bendición…
A don Quijote le pareció que el consejo era bueno, asía que amo y
criado salieron del Toboso y se refugiaron en un bosquecillo cercano.
Y, a eso del amanecer, don Quijote dijo:
-Vamos, Sancho, vuelve al Toboso y ve a decirle a Dulcinea que estoy
preso de su amor. Y fíjate bien en si se pone nerviosa o colorada al oír
mi nombre, porque eso querrá decir que me corresponde en mis amores.
-Allí voy -dijo Sancho-, y anime ese corazoncillo, que donde menos se
piensa salta la liebre.
A lomos de su borrico, Sancho se alejó camino del Toboso, pero en
cuanto perdió de vista a su señor, se apeó del burro y se sentó a pensar
el pie de un árbol.
-¡Puto diablo! ¿Y ahora dónde vas a encontrar a Dulcinea? -se
preguntaba a sí mismo-. Eso quisiera saber yo -se respondía como si
estuviera hablando con otro-. Pero, dime, Sancho, ¿no es verdad que tu
amo está loco? Claro que lo está, porque toma los molinos por gigantes
y las ventas por castillos. Entonces, ¿por qué no te aprovechas de su
locura para engañarle? ¿Y cómo le engaño? Pues haciéndole creer que
la primera labradora que te encuentres es la señora Dulcinea del Toboso.