Estaba tan irritada, que azotó a su burra con el palo para que saliera
al trote, pero la bestia se disgustó al ver que la trataban tan mal, de
modo que dio un brinco y tiró a su dueña al suelo. Don Quijote acudió a
toda prisa a levantar a Dulcinea, pero la dama no necesitaba ayuda de
nadie, porque, tras coger carrerilla, apoyó las manos sobre el trasero
de la borrica y le saltó encima más ligera que un halcón.
-¡Vive Dios que Dulcinea cabalga mejor que un mejicano! -se admiró
Sancho-. ¡Hace correr la burra como si fuera una cebra!
Y así era la verdad, porque Dulcinea y sus doncellas se alejaban más
rápidas que el viento.
-¡Malditos sean mis enemigos los encantadores -se quejó don
Quijote-, porque no solo han convertido a mi Dulcinea en la aldeana
más fea del mundo, sino que le han puesto en la boca un alieno de ajos
crudos que me ha revuelto el alma!
-¡Oh canallas encantadores! -gritó Sancho, esforzándose para que
no se le escapase la risa.
Y con esto tomaron el camino de Zaragoza, por el que iba don Quijote
tan triste y pensativo que parecía a punto de caer enfermo. Al día
siguiente, sin embargo, se animó un poco cuando se juntaron con un
caballero que hacía el mismo camino. Tenía el hombre unos cincuenta
años, iba vestido con un gabán verde y parecía la persona más sensata
y educada del mundo. Cuando vio a don Quijote con su armadura y le
oyó decir que era caballero andante, enseguida pensó que había topado
con un loco. Pero, en la conversación que mantuvo con él, don Quijote
habló con tan buen juicio de las cosas de la vida, que el Caballero del
Verde Gabán ya no supo qué pensar.