Don Quijote, sonriéndose un poco, dijo:
¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos? Apeaos, buen hombre, y abrid
las jaulas, que voy a batallar contra esas dos fieras.
-¡Dios santo, no haga eso! -dijo el del Verde Gabán, convencido
otra vez de que don Quijote estaba loco.
-¿Es que no me has oído, bellaco? -le insistió don Quijote al
carretero-. ¡Te he dicho que sueltes a los leones, o ahora mismo te
atravieso con mi lanza!
Al oír aquello, Sancho comenzó a llorar.
-Mire, señor -le dijo a su amo-, que esos leones son de verdad.
Hay uno que está sacando una uña por entre los barrotes, y es una
uña tan grande que el león ha de ser mayor que una montaña.
-Si tienes miedo, retírate -le respondió don Quijote-. Y, si muero,
ya sabes lo que tienes que hacer: irás al Toboso y le dices a Dulcinea
que mi último pensamiento fue para ella.
El Caballero del Verde Gabán vio que era inútil oponerse a un loco
armado, así que echó a correr con su yegua y se alejó del camino
tanto como pudo. Y lo mismo hizo Sancho, que, aunque lloraba a
moco tendido por su señor, no por eso dejaba de aporrear a su
borrico para ponerse a salvo. Mientras tanto, el valiente don Quijote
se acercó a los leones, desenvainó la espada poquito a poco, se
encomendó a su señora Dulcinea y abrió la jaula del primer león. La
fiera, que era enorme y tenía cara de muy pocos amigos, se revolvió,
tendió la garra, bostezó muy despacio y sacó una lengua de dos palmos
con la que desempolvó los ojos y se lavó el rostro. Después, asomó la
cabeza fuera de la jaula y, tras haber mirado a una y otra parte, se dio
media vuelta con mucha calma, le enseñó sus partes traseras a don
Quijote y entró de nuevo en la jaula para echarse a dormir.