Lección de 72. Con el Caballero del Bosque

Vuestra merced sí que es escudero como Dios manda -decía-, no
como yo, que lo único que llevo en las alforjas es un pedazo de queso
tan duro que puede descalabrar a un gigante.
   Así estuvieron charlando un buen rato, y tanto llegaron a beber, que
dejaron la bota vacía y se durmieron con la comida en la boca. Entre
tanto, el Caballero del Bosque le explicó a don Quijote que acababa de
luchar contra una giganta y que había derrotado a más de treinta
caballeros en pocos días.
   -Y uno de los que he vencido -dijo- es el mismísimo don Quijote de
la Mancha, de quien sin duda habréis oído hablar.
   -En eso andáis equivocado -protestó don Quijote-, porque don
Quijote de la Mancha soy yo.
   -Os repito que he derrotado a don Quijote y, si no me creéis, mi
espada probará lo que digo.
   -Insisto, señor caballero, en que el auténtico don Quijote soy yo, y
estoy dispuesto a defender esta verdad con las armas.
   -Acepto el desafío -concluyó el Caballero del Bosque-, pero será
mejor que esperemos a que amanezca para que el sol nos vea combatir.
Y batallaremos con una condición: que el vencido quedará obligado a
hacer todo lo que disponga el vencedor.
   Así que fueron a buscar a sus escuderos para decirles que tuvieran las
armas y el caballo a punto en cuanto amaneciera, porque iban a luchar.
Sancho quedó muy asombrado y temeroso, pero hizo lo que don Quijote
le había ordenado y luego volvió a roncar hasta el alba. Y, cuando el sol
asomó por el balcón del nuevo día, lo primero que vio Sancho al abrir los
ojos fue la nariz del Escudero del Bosque, que tenía un tamaño colosal,
era morada como una berenjena y estaba sembrada de verrugas por
todas partes. Era, en fin, una nariz tan horrorosa, que Sancho se puso de
pie y echó a correr muero de miedo. «¡Ay Dios mío», de decía, «He cenado
con un monstruo!». 

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