–Yo lo único que sé -replicó Sancho- es que aquellos dos se parecían
a nuestros vecinos como un huevo a otro huevo.
-Y yo te repito que ese parecido es una artimaña de los malignos
encantadores que me persiguen, que han querido confundirme para
verme derrotado.
Aunque don Quijote no logró convencerlo, Sancho se olvidó de su
inquietud enseguida, cuando pasaron por una alameda donde había
más de cincuenta cocineros asando gallinas y cociendo liebres, friendo
dulces y cortando quesos, apilando panes y sirviendo vino. Eran tantos
los manjares que se veían y se olían allí, que Sancho se creyó en el
paraíso y notó que la vista se le nublaba de pura hambre. Sucedía que un
campesino muy rico llamado Camacho estaba celebrando sus bodas y,
como quería compartir su alegría con todo el mundo, invitaba a todo el
que quisiera. Sancho dio buena cuenta de tres gallinas y dos gansos, pero
don Quijote apenas probó bocado, y se dedicó a charlar con un estudiante
que era uno de los invitados a la boda. Y, entre otras cosas, le explicó que
tenía muchas ganas de visitar la cueva de Montesinos, que quedaba por
allí cerca, pues había oído contar muchas maravillas de ella.
-Yo os llevaré mañana mismo, insigne caballero -le respondió el
estudiante, que hablaba con mucha pompa porque se las daba de sabio y
de escritor-. Pues debéis saber que conozco estos parajes de nuestra
ilustre nación española como si hubiera morado en ellos desde los tiempos
del celebérrimo Hércules.