Así que, al día siguiente, don Quijote pudo asomarse a la boca de la
cueva de Montesinos, que se hundía como un pozo en las entrañas de
la tierra.
-Todos los grandes caballeros del mundo -dijo entonces- han bajado
alguna vez al infierno, y yo no voy a ser menos. Así que átame, Sancho,
una soga a la cintura porque pienso entrar en la cueva ahora mismo.
-Pero, ¿qué locura es esa? -replicó Sancho-. ¿Qué necesidad tiene
vuestra merced de enterrarse en vida?
-Yo no soy, Sancho, de esos caballeros que temen al peligro, así que
átame cuanto antes, que la aventura me espera.
Viendo que no había modo de hacerle cambiar de opinión, Sancho y
el estudiante le ataron una cuerda larguísima alrededor de la cintura y
la fueron soltando poco a poco mientras don Quijote se hundía en las
tinieblas de la cueva. Luego, esperaron una media hora y volvieron a
recoger la soga, y lo más gracioso es que don Quijote salió
profundamente dormido, y tuvieron que menearlo un buen rato antes
de que despertase. Regresaba tan impresionado que tardó más de dos
horas en hablar, pero al fin, a eso de las cuatro, bajo un cielo nublado y
triste, dijo:
-Escuchadme porque oiréis maravillas…
Y comenzó a contar todo lo que había visto, en lo que se le fue más de
una hora. Dijo que en fondo de la cueva había un palacio de cristal, y que
en aquel palacio estaban encerrados los caballeros de Carlomagno y los
del rey Arturo con sus hermosas damas, y que todos llevaban allí más de
quinientos años, hechizados por el mago Merlín.