Cuando don Quijote vio al tal maese Pedro, pensó que debía de
tener la cara enferma, pues llevaba todo el lado izquierdo tapado
con un parche de tela. En cuanto al mono, era grande y sin cola, de
cara graciosa y trasero pelado. Don Quijote le preguntó por su futuro,
pero maese Pedro le advirtió que el mono solo respondía a preguntas
sobre el pasado y el presente.
-¡Pues yo no suelto ni blanca para que me digan mi pasado! -dijo
Sancho-, porque ¿quién lo va a conocer mejor que yo? Pero si el señor
monísimo sabe las cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame
qué hace ahora mi mujer Teresa Panza.
Maese Pedro se dio dos golpes en el hombro y entonces el mono le
saltó encima, se arrimó a su oído y comenzó a mover la boca como si
estuviera hablando. Y, en cuanto el animalillo volvió al suelo, maese
Pedro corrió hacia don Quijote, se puso de rodillas y, abrazándole las
piernas, dijo:
-¡Oh ilustre don Quijote de la Mancha, grandísimo caballero que
ayudas a los caídos y consuelas a los desdichados!
El mono había adivinado quién era don Quijote, de lo que quedaron
pasmadísimos todos los que estaban en la venta.
-Y tú, ¡oh buen Sancho Panza! -continuó maese Pedro-, que eres el
mejor escudero del mejor caballero del mundo, alégrate, porque tu
Teresa está bien, y ahora mismo está echándose un trago de vino
mientras desgrana una cabeza de ajos.
-Lo de los ajos no sé si es verdad -dijo Sancho-, pero lo del vino me
lo creo, porque mi Teresa siempre se ha dado muy buena vida.
-Ahora digo yo -agregó don Quijote- que el que lee mucho y anda
mucho, ve mucho y sabe mucho. Porque yo nunca hubiera creído que
existen monos adivinos, pero ahora lo he visto por mis propios ojos y
sé que es verdad. Pues yo soy don Quijote de la Mancha, tal y como ha
dicho ese animal sabio.