Cuando el joven rico se acercó a Jesús preguntando qué debía hacer para ir al cielo, oyó esta respuesta: «Cumple los mandamientos«. Y al confesar que los había cumplido desde niño, Jesús le dijo: «Una cosa te falta. Ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después ven y sígueme» (Marcos 10,21). Al oír estas palabras se marchó triste porque era muy rico y no quería abandonar sus bienes. Entonces el Señor advirtió a los discípulos: «¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!«.
La escena sugiere algunas preguntas: ¿Estamos apegados a las cosas que tenemos? ¿Somos egoístas? ¿Cuidamos y respetamos las cosas de los otros? ¿Cogemos lo que no es nuestro? ¿Nos preocupamos de los pobres y de los que tienen menos que nosotros? ¿Cumplimos nuestras obligaciones como ciudadanos?
El plan de Dios sobre los bienes de la tierra
El hombre nace en el seno de una familia: padres, hermanos y otros seres que lo cuidan para que salga adelante. También está rodeado de cosas que necesita para vivir y desenvolverse: comida, bebida, vestido y muchos bienes que hacen posible y facilitan el desarrollo de sus capacidades naturales. Esos bienes -como también la vida- no se los ha dado él, sino que los ha recibido. Los ha recibido de Dios, que es el Creador de todo, y utiliza la familia como instrumento de su Providencia generosa y esmerada. Pero la condición de este hombre es la de cada hombre y, por tanto, los bienes creados tienen un destino universal; son de todos y para todos y se consiguen principalmente mediante el trabajo.
Al mismo tiempo, para seguridad de su libertad y estímulo del trabajo -derecho y deber del hombre-, necesita poseer algunos bienes (casa, tierras, dinero…), que protegen la autonomía de la persona y de la familia. Es el derecho a la propiedad privada, que es un derecho natural, es decir, querido por Dios. Por eso los sistemas que anulan o coartan la libertad, el trabajo y la propiedad privada son antinaturales porque se oponen a derechos fundamentales de la persona humana. Armonizar y tutelar una y otra dimensión: el destino universal de los bienes creados y la propiedad privada es lo que hace este séptimo precepto del decálogo, junto con el décimo. Es la idea que subyace en la frase de Juan Pablo II: «Sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social»; porque, aunque puede disponer de las cosas, el hombre es mero administrador y debe estar abierto a los demás, teniendo en cuenta virtudes tan sociales como la templanza, la justicia y la solidaridad, reclamadas por la condición del cristiano.
El respeto de las personas y de sus bienes
Teniendo en cuenta esos principios que regulan el uso de los bienes creados, el séptimo mandamiento prohíbe estas actuaciones, que atentan contra el derecho del prójimo:
a) El robo, que es quitar o retener una cosa contra la voluntad de su dueño;
b) La usura, que es prestar dinero u otra cosa exigiendo un interés excesivo;
c) El fraude, que es no dar el justo peso y medida o dar una cosa por otra;
d) También prohíbe retener deliberadamente objetos perdidos, pagar salarios injustos, elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajena, la especulación de terrenos, la corrupción que «compra» el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho, el trabajo mal hecho, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y facturas, los gastos excesivos, el despilfarro.
El respeto a la integridad de la creación
Dios no ha concedido al hombre un dominio absoluto y despótico sobre la naturaleza sino relativo; es decir, un dominio regulado por el respeto y cuidado de la calidad de vida del prójimo, incluyendo a las generaciones futuras.
En el trato con los animales, es legítimo servirse de ellos para el alimento y vestido, pero no es conforme a la dignidad humana hacerlos sufrir inútilmente, sacrificar sus vidas sin necesidad, e invertir en ellos sumas notables que más deberían remediar necesidades de los hombres.
Obligación de reparar el daño
Cuando se roba o estropea algo produciendo un daño importante en los bienes de los demás, se comete un pecado grave; el pecado es venial si el daño es pequeño. El pecado grave se perdona en la confesión, si al arrepentimiento acompaña la intención (al menos) de devolver lo robado o reparar el daño; si no existe esta intención, el pecado no se perdona. Si ya no se tiene lo robado, hay que devolverlo de los bienes propios o comprar otra cosa igual a lo robado, y devolverlo. Si no se sabe qué hacer, preguntar al confesor.
Actitud ante los bienes de la tierra
a) Respecto a nosotros mismos. Sabemos que las cosas de la tierra están a nuestro servicio y que las necesitamos, pero hay bienes mucho más importantes: el amor a Dios y al prójimo demostrado con obras, que son bienes que llevan al cielo. A estos debemos aspirar, estos son los que hemos de adquirir y conservar con esfuerzo.
b) Respecto a los demás. No se trata sólo de no robar; el cristiano ha de compartir sus bienes con los que tienen necesidad, si quiere ser fiel al Evangelio. Entre las diversas formas de vivir el encargo de Jesucristo, podemos señalar: ayudar a los demás, especialmente a los más próximos, como son los padres, hermanos, etc.; trabajar -o estudiar si es el caso- porque así participamos en la obra de la creación y, unido a Cristo, el trabajo puede ser además redentor; ayudar a los pobres y necesitados con limosnas y visitándoles para hacerles pasar un buen rato. También tenemos obligación de ayudar a la Iglesia en sus necesidades, como señala el quinto mandamiento de la Iglesia, que cada uno ha de vivir según sus posibilidades (por ejemplo, siendo generoso en la ofrenda cuando vamos a la Iglesia el domingo). Es decir, las obras de misericordia con para practicarlas.
Curso de Catequesis. Don Jaime Pujol Balcells y Don Jesús Sancho Bielsa. EUNSA. Navarra. 1982. Con la autorización de los autores.