-¿Tuerta Dulcinea? -rugió don Quijote-. ¿Espumarajos en su boca? ¡Pagaréis
esos insultos con la vida!
Y, sin decir nada más, apuntó a los mercaderes con su lanza y galopó contra
ellos con intención de matarlos. Pero, a poco de echar a correr, Rocinante
tropezó con una piedra, y don Quijote acabó rodando por el suelo en medio de
una gran polvareda. Entonces el mercader burlón le arrebató la lanza y comenzó
a apalearlo con tantas ganas que lo dejó molido como blanca harina.
-¡Bribones, malandrines! -gritaba el hidalgo.
Tras darle una buena tunda, los mercaderes se fueron y don Quijote se quedó
a solas. Intentó levantarse, pero no podía, por culpa del peso de las armas y del
dolor de los huesos. Y así hubiera pasado muchos días hasta morirse de hambre
de no ser porque apareció por el camino un labrador de su misma aldea que le
hizo la caridad de recogerlo y llevárselo a lomos de su asno.
-Pero, ¿quién os ha dejado así, señor Quijano – decía.
-Diez o doce gigantes altos como una torre -respondió don Quijote.
Cuando llegaron a la aldea, la casa del hidalgo andaba de lo más alborotada.
Su sobrina y su criada llevaban tres días sin saber nada de él y pensaban que
algo malo le había sucedido. El cura y el barbero de la aldea habían llegado a la
casa preguntando por don Alonso, y la sobrina les decía muy preocupada:
-¡Mi tío se ha vuelto loco de tanto leer libros de caballerías!
-¡Con el buen juicio que tuvo siempre! -se lamentaba maese Nicolás, que
así se llamaba el barbero.