Y, como las cosas ya no podían irles peor, al atardecer del día
siguiente la fortuna volvió a sonreírles, pues se cruzaron con un
duque y una duquesa que los recibieron en su palacio con grandes
muestras de cortesía. Sucedía que los tales duques habían leído el
libro sobre las primeras aventuras de don Quijote, así que se
alegraron mucho de conocerlo en persona. Y, como tenían al
hidalgo y a su criado por los dos hombres más locos y graciosos del
mundo, decidieron acogerlos en su palacio para reírse unos días a
su costa. El duque les advirtió a sus criados que debían tratar a don
Quijote y a Sancho como si fueran caballeros de veras, así que los
rociaron con agua de rosas a la entrada del palacio y los recibieron
con un sinfín de reverencias. Y, como don Quijote no advirtió que
los criados se reían a sus espaldas, se sintió por primera vez un
auténtico caballero andante. En cuanto a Sancho, enloqueció de
contento al verse tratar mejor que al Papa de Roma, y se le fueron
los ojos tras los sabrosos manjares que les sirvieron de cena.
Durante la comida, los duques no dejaron de hacer preguntas, con
lo que se enteraron de que Dulcinea se había convertido en una
cebolluda labradora.
-Y vos, Sancho -dijo el duque-, ¿aún soñáis con gobernar una ínsula?
-Así es -contestó el escudero-, porque quien a buen árbol se
arrima buena sombra le cobija, y yo me he arrimado al árbol de mi
señor y sé que no me faltará una ínsula.
-Estáis en lo cierto -respondió el duque-, porque yo os daré la
mejor ínsula que tengo en mis tierras.
-Arrodíllate, Sancho -dijo entonces don Quijote-, y besa los pies a
Su Excelencia por la merced que te ha hecho.
-Por supuesto que voy a besárselos, que a quien se humilla Dios
le ensalza y al buen pagador no le duelen las prendas.