Y así lo hicieron. Uno de aquellos días invitaron a don Quijote y
Sancho a una cacería en el monte, donde el pobre escudero pasó
mucho miedo al cruzarse con un jabalí de grandes colmillos.
Cazada la presa, los duques y sus huéspedes comieron en unas
espléndidas tiendas de campaña y, a eso del atardecer, cuando
ya era hora de volver al palacio, comenzó a sonar de repente un
gran estruendo de disparos y trompetas, tan horrible que Sancho
se desmayó de miedo en las faldas de la duquesa. En medio de
aquel colosal ruido, apareció un carro tirado por seis mulas y un
espantoso demonio que dijo:
-En ese carro de ahí viene la señora Dulcinea, a la que el mago
Merlín ha desencantado por un rato para que don Quijote pueda
verla de nuevo en toda su hermosura. Y el propio Merlín viene a
deciros cómo podéis desencantarla para siempre.
Lleno de emoción, don Quijote miró el carro, en el que era
verdad que venía una doncella muy hermosa, sentada en un
trono y tapada de pies a cabeza con un largo velo de hilos de oro
y plata. Y, cuando el carro se detuvo, apareció un hombre vestido
de negro, delgadísimo y pálido, y dijo con voz fantasmal:
Yo soy Merlín el mago, y he venido desde el temible infierno a
revelaros que Dulcinea seguirá hechizada hasta que Sancho Panza,
el escudero, se suelte los calzones pierna abajo y se dé sin piedad
ni disimulo tres mil buenos azotes en el culo.
-¿Tres mil azotes? -dijo Sancho, que acababa de volver en sí-. ¡No
soñarlo! Que se azote mi amo, que se pasa el día hablando de
Dulcinea y la llama «mi amor» y «luz de mis ojos»…
-Pero, ¿qué estáis diciendo, don villano? -bramó don Quijote-. Yo
te amarraré a un árbol y te daré diez mil azotes si es preciso. Y no
me repliques, que te arrancaré el lama.