–Así no -dijo el espíritu de Merlín-, porque vuestro escudero ha
de recibir los azotes por su voluntad, y no a la fuerza.
-¡No pienso azotarme! -insistió Sancho-. Y además, ¿qué tienen
que ver mis posaderas con el encantamiento de nadie?
En esto, la hermosa doncella que venía en el carro se puso en pie,
se quitó el velo del rostro y dijo con varonil desenfado:
-¡Maldito seas, Sancho! ¿Es que no te conmueve mi desgracia? Si
no quieres azotarte por mí, hazlo por tu amo…
-Pensad, Sancho -dijo el duque-, que si no hay azotes no hay
ínsula, pues yo no puedo darles por gobernador a mis insulanos a
alguien que no se apiada de una doncella en apuros…
-Señor Merlín -preguntó Sancho-, ¿no podría darme dos días para
pensarlo?
-No -respondió Merlín-: debéis decidiros ahora mismo.
Al final, tanto le insistieron a Sancho, que el pobre prometió
calentarse el trasero tal y como le pedían, pero a condición de
azotarse cuando él quisiera, sin plazo fijo y sin hacerse sangre. Don
Quijote se conmovió tanto que se colgó del cuello de su escudero y le
soltó más de mil besos en la frente y las mejillas. En eso, el carro
volvió a ponerse en marcha y desapareció entre los árboles, mientras
la hermosa Dulcinea le hacía una gran reverencia a Sancho. Y lo mejor
fue que ni don Quijote ni su escudero advirtieron que todo aquello era
una farsa, y que los que hacían de Merlín y Dulcinea eran dos criados
del duque.
-¡Buena ha sido la burla! -dijo la duquesa retorciéndose de risa
cuando se quedó a solas con su marido aquella noche.
-Mejor aún será mañana -respondió el duque.