Don Quijote dijo que viajaría a Candaya y lucharía con Malambruno,
pero Sancho no quería acompañarle, pues temía que en su ausencia
le quitasen la ínsula que le habían prometido.
-La manera más rápida de viajar a la lejanísima Candaya -explicó
entonces la Trifaldi- es a lomos de un caballo de madera que inventó
el mago Merlín y que vuela por los aires con tanta ligereza como si lo
llevaran los mismos diablos. Se llama Clavileño porque es de leño y
tiene una clavija en la frente, y lo mejor es que ni come ni duerme ni
tiene alas, y camina tan llano que quien viaja encima puede llevar en
la mano una taza llena de agua sin que se le derrame una gota.
-¿Y cuántos caben en ese caballo? -preguntó Sancho.
-Dos personas: el caballero y el escudero. Y para gobernarlo lo único
que hay que hacer es mover la clavija de la frente: si se mueve a un
lado, Clavileño vuela por los aires y, si se lleva al otro, camina a ras
de tierra.
-Yo no subo en ese caballo ni harto de vino -avisó Sancho-, que no
soy brujo para ir por los aires.
-Sin vuestra presencia no haremos nada -dijo Trifaldi-, pues
Malambruno exige que don Quijote vaya con su escudero.
-¿Pero qué tendré yo que ver con las aventuras de mi señor?
-replicó Sancho-. Por unas niñas huérfanas sí que me arriesgaría,
pero por quitarles las barbas a unas dueñas, ¡ni soñarlo!
-¡Tened piedad, amigo Sancho, que con este calor no hay quien
aguante tanto pelo! -dijo entonces la Trifaldi, y lo dijo con tanto
sentimiento que a Sancho se le escaparon dos lagrimones y respondió
enternecido:
-¡No lloréis, condesa, que yo montaré en Clavileño y acompañaré a
mi señor hasta el fin del mundo si hace falta!