
Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le dijeron:
– ¡Hemos visto al Señor! pero él les respondió:
– Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré. A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo:
– La paz sea con vosotros. Después dijo a Tomás:
– Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Respondió Tomás y le dijo:
– ¡Señor mío y Dios mío! Jesús contestó:
– Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído. (Juan 20, 24-29).
La respuesta de Tomás no es una simple exclamación, es una afirmación: un maravilloso acto de fe en la Divinidad de Jesucristo: «¡Señor mío y Dios mío!». Estas palabras constituyen una jaculatoria que han repetido con frecuencia los cristianos, especialmente como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía.
(Pintura: Incredulidad de Santo Tomás. MAZZOLINO, Indovico. Galería Borghose. Roma) La resurrección de Cristo, la mayor prueba de que es Dios.