Érase una vez un niño redondito y hasta tal punto curioso que, a fuerza de inclinarse sobre las cosas para verlas mejor, se había quedado casi jorobado. Ése es el motivo de que le llamaran Chepa Rulo.
La curiosidad de Chepa Rulo no tenía límites. Cosa que encontraba, cosa que examinaba de lejos, de cerca, de frente, de lado, por detrás, por arriba, por abajo, por delante, y que tenía que tocar, escuchar, husmear, lamer, chupar, morder, catar, girar, hacerla andar, subir, bajar, soplar sobre ella, morarla por dentro, pellizcarla, rascarla, frotarla, empujarla, tirar de ella, abrirla, cerrarla. […]
Cuando aprendió a hablar, lo repetía todo, y no por indiscreción, eso ni por asomo, sino por su afán de ayudar a la gente, que imaginaba era tan curiosa como él. […] Chepa Rulo no hablaba bien ni mal de nadie: se limitaba a decir lo que sabía tal como lo entendía. El mal y el bien no eran cosa suya. Por otra parte, en tan corta edad todavía no había aprendido a distinguirlos y era del todo inocente.
ROBERT ESCARTIP
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